sábado, 19 de fevereiro de 2011

La música de los colores, por MARIO VARGAS LLOSA


La música de los colores
MARIO VARGAS LLOSA
    

En los números 73-75 de Bourke Street, avenida céntrica de Melbourne, un curioso aviso convida a los transeúntes a entrar: 'Galería Aborigen de los Sueños'. Son dos pisos de paredes y suelos atestados de pinturas, esculturas y objetos de artistas y artesanos procedentes de las tribus y culturas indígenas de Australia, un quehacer artístico que, desde los años setenta, ha roto el confinamiento folclórico, y, al tiempo que se refinaba y modernizaba, ha ido ganando cabeceras de playa en los mejores museos y colecciones del mundo. La Galería Aborigen de los Sueños ofrece una magnífica muestra de él, pero lo más llamativo y sorprendente que ella exhibe no son las telas, batiks, cortezas, estelas y piedras coloreadas, sino su propietario y promotor, un australiano holandés que transpira energía y habla hasta por los codos: Hank Ebes.
     'Cualquier incauto, viendo esto, se creería en una exposición de arte no figurativo', exclama, con un ademán circular y una carcajada que parece un trueno. 'Y, sin embargo, este arte es el menos abstracto, el más concreto y narrativo del universo. ¡Porque todas estas imágenes aparentemente geométricas, en verdad cuentan historias!'. Mr. Ebes es un cincuentón alto, fuerte y feliz, calvito y sonrosado, un galerista que, curiosamente, más que vendiendo los cuadros de su galería, goza explicándolos. Es tan simpático, entusiasta y persuasivo que yo, novato radical en esta materia plástica, le creo al pie de la letra todas las fantásticas revelaciones con que, mientras me acompaña en mi recorrido por las luminosas salas de su galería, me educa y me embelesa. A la media hora de estar escuchándolo, ese universo multicolor de círculos, palotes, puntos, rayas, paralelas, ángulos, planos y curvas que me rodea se ha transfigurado y es una miríada de testimonios históricos y mitológicos, de historias risueñas o trágicas, detrás de la cual bulle una humanidad en plena efervescencia vital, que recrea su pasado, invoca a sus ancestros y dioses, describe la naturaleza o protesta contra su ruina y su extinción valiéndose de un simbolismo que, siendo elemental, es también imaginativo y sutil.
     Los círculos concéntricos son pozos de agua medio invisibles en el candente desierto y, las delgadas hebras que los vinculan, las corrientes subterráneas que irrigan la rala y áspera vegetación; ese puñado de semillas es la lluvia y aquel otro las estrellas, y estos arcos simétricos las nubes del cielo, o los bumerangs de las cacerías, y las sinuosas paralelas las serpientes y a veces los rayos de las tormentas, y esa media curva un hombre o una mujer. Cuatro herraduras alrededor de una circunferencia representan a un grupo de señoras, parloteando, cocinando o disponiendo los ingredientes de una ceremonia. Las huellas de los pies en la arena son pequeñas flechas y el rastro de los animales -conejos, ratas, lagartos, culebras- una letra 'e', con dos rabitos en vez de uno. Los símbolos se repiten, con pequeñas variantes, entre culturas vecinas, pero son muy diferentes entre tribus muy alejadas una de otra en el casi infinito territorio australiano. Dificulta todavía más su identificación el hecho de que buena parte de estos cuadros han dejado de ser manifestaciones de un ritual religioso o social, objetos antropológicos y etnológicos seriales, de factura colectiva, para convertirse en creaciones individuales, en las que el artista, dentro del esquema tradicional, innova, inventando su propia simbología. Entre estas últimas se hallan, claro está, las piezas más interesantes que hace chisporrotear de significados insólitos ante mis ojos ese prestidigitador que me guía, el infatigable Hank Ebes.
     Sus explicaciones no se limitan a interpretar el significado oculto de las imágenes; van más allá, salen del cuadro, se proyectan por la laberíntica distribución de las tribus en la geografía de Australia, donde, ayudado de mapas y libros de viajeros, me sitúa la procedencia de la tela, y el origen del artista, cuya biografía me resume y exalta, aderezándola a menudo de divertidas anécdotas. Tiene a su alcance una parafernalia riquísima -fotos, vídeos, discos, planos, catálogos- de la que se sirve para dar prueba fehaciente de que aquello que me cuenta no es, como parece, ficción pura y desalada, sino ciencia exacta.    Sin embargo, cuando me asegura que Barbara Weir, artista originaria de las impronunciables    Anmatyerre/Alyawerre es capaz, pasando las yemas de sus dedos por cualquiera de estas pinturas aborígenes, de extraer de ellas los sonidos enterrados en sus formas y colores y entonarlos con cálida voz -él la imita, voceando unos arpegios- le digo que no puedo creerle más, que, pese a que nada me gusta más que me cuenten cuentos, el que me está contando se pasa de la raya y es inverosímil.
      Le digo también que su música de los colores, en la pintura aborigen, se parece sospechosamente a otra fábula monumental, la que inventó Bruce Chatwin en su bella novela, The Songlines, según la cual tradicionalmente las tribus aborígenes de Australia tenían unas fronteras musicales -sí, demarcaciones de exclusivos sonidos- que delimitaban sus espacios geográficos. Como Bruce Chatwin era tan excelente narrador que hacía pasar por ciertos todos los embustes que quería, yo le creí lo de las fronteras musicales hasta que, en un viaje anterior a Australia, un amigo antropólogo me aseguró que todo aquello era una deliciosa fantasía sin un átomo siquiera de verdad. El eufórico y gárrulo Hank Ebes no se inmuta lo más mínimo con mi alarde de incredulidad. 'Bruce Chatwin sólo entendió un cincuenta por ciento del mundo de los aborígenes', me aclara, con tierna benevolencia. 'Pero, aunque parezca fantasioso, lo de la música de los colores en estos cuadros es verdad'. Él mismo vio, con estos ojos, me jura, cómo Barbara Weir, cerrando los suyos, pasaba sus manos por las asperezas ocres y amarillas de esta tela, y, palpándola así, empezó de pronto a entonar la música allí empozada, leyéndola en cada pincelada, manchita o rugosidad. Y, para convencerme, canta otra vez, advirtiéndome que su garganta no es capaz ni remotamente de reproducir los sonidos milagrosos de aquella artista hiper-sensible.
     La historia de Barbara Weir es casi tan impresionante como los dos cuadros de la serie que ha dedicado a 'Mi tierra natal', los que más vívidamente se graban en la memoria luego de visitar la Galería Aborigen de los Sueños. Nació en 1945, premonitoriamente se diría, en Utopía, una colonia fundada por pioneros alemanes al noroeste de Alice Springs, hija de un irlandés y una nativa. A los pocos años, como muchas niñas indígenas de su generación, fue raptada por los blancos y enviada a un colegio religioso, donde le dijeron que su madre había muerto y que debía olvidarse de su lengua y su familia materna y hablar sólo inglés. Fue adoptada y pasada por varias familias anglosajonas en Victoria, Queens
land y Darwin, pero ella soñó siempre con volver a Utopía. A fines de los años sesenta, de manera casual, conoció en Darwin a un hombre que la ayudó a peregrinar a la tierra donde había nacido y a encontrar a su madre y al resto de su familia materna.
     Casi de inmediato empezó a reaprender la lengua de su comunidad y a pintar, inspirada en las pinturas y dibujos fraguados en la tierra, en la corteza de los árboles, o en el propio cuerpo, por los aborígenes de la región de Utopía, pero imprimiendo a su trabajo una fuerte impronta personal. De primera impresión y a vuela vista, sus telas tienen reminiscencias del Kandinksky de los primeros cuadros abstractos, aquellas figuras de colores calientes moviéndose armoniosamente en vastos espacios. Observadas más de cerca, aquellas superficies hierven no sólo de colores sino de signos en los que, bien aleccionado por las peroratas del amigo Hank Ebes, distingo con placer en la desolación de aquellos desiertos calcinados por el fuego solar, oasis, ríos, lagartijas, astros, aldeas, seres humanos y fantasmas, y, si me apuran un poco, hasta dramas tan desgarradores como el de la autora, la niña secuestrada y desgarrada del mundo primitivo a la que sus feroces civilizadores, sin quererlo ni saberlo, volvieron una furibunda artista.     Porque en las telas de Barbara Weir, además de memoria histórica, fantasía y buen oficio, hay también una rabia que hace rechinar los colores como si fueran dientes.
     Abandono la Galería Aborigen de los Sueños algo aturdido, la cabeza llena de imágenes y los oídos aún zumbándome con la torrentosa voz inagotable de Hank Ebes, y con una bolsa de recuerdos, carteles, postales, un par de libros y un vídeo sobre el arte de los aborígenes. Cuando por fin puedo visionar este último, aparece en persona la propia Barbara Weir -una mujer rellenita y suave, de hablar pausado, ojos muy vivos y manos nerviosas y expresivas-, explicando que la serie sobre 'Mi tierra natal' nació de una canción que ella oyó cantar, de muy niña, a su abuelo materno, y que nunca olvidó. Una canción sobre la creación de la tierra y los espíritus de los ancestros que vivieron en ella y los grandes y menudos episodios de la vida de la comunidad. Con menos estruendo pero con la misma seguridad de Hank Ebes, Barbara Weir habla de sus cuadros como si fueran, nada más y nada menos, que partituras musicales.
      Y, después de todo, ¿por qué no? ¿Por qué no dirían la verdad ella, Bruce Chatwin, Hank Ebes y todos quienes aseguran que el arte de los aborígenes australianos nace de la música, porque la música es, o fue y sigue siendo para los que sobreviven, esas pequeñas comunidades invadidas y desarraigadas por los europeos, como el agua para los peces y el aire para las aves, su elemento natural, el medio ambiente físico y espiritual que todo lo modela, orienta y organiza. Esas cosas no hay manera de probarlas, desde luego.    Esas cosas se creen o se descreen. Pero, cuando son creídas porque ayudan a la gente a entenderse mejor y a sentirse más seguras de lo que hacen y de lo que son, entonces pasan a ser ciertas de la misma manera que lo son las aventuras de Ulises o del Amadis o las bravatas del Quijote.
     Amigo, si es usted melómano y las circunstancias de la vida lo llevan alguna vez por Melbourne, no deje de ir a 73-75, Bourke Street, a embriagarse un buen rato con la música de las estrellas que interpretan esos artistas y la batuta mágica del incontinente galerista Hank Ebes.

© Mario Vargas Llosa, 2002. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2002.

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