DEMASIADO
CARO
León Tolstoi ©
León Tolstoi ©
Existe un reino
pequeñito, minúsculo, a orillas del Mediterráneo, entre Francia e Italia. Se
llama Mónaco y cuenta con siete mil habitantes, menos que un pueblo grande. La
superficie del reino es tan escasa que ni siquiera toca una hectárea de tierra
por persona. Pero, en cambio, tienen un auténtico reyezuelo, con su palacio,
sus cortesanos, sus ministros, su obispo y su ejército. [1]
Este ejército es poco
numeroso, en total unos sesenta hombres; pero no deja de ser un ejército. El
reyezuelo tiene pocas rentas. Como por doquier, en ese reino hay impuestos para
el tabaco, el vino y el alcohol, y existe la decapitación. Aunque se bebe y se
fuma, el reyezuelo no tendría medios de mantener a sus cortesanos y a sus
funcionarios ni podría mantenerse él, a no ser por un recurso especial. Ese
recurso se debe a una casa de juego, a una ruleta que hay en el reino. La gente
juega, y gana o pierde, pero el propietario siempre obtiene beneficios. Y paga
buenas cantidades al reyezuelo. Las paga, porque no queda ya en toda Europa una
sola casa de juego de este tipo. Antes las hubo en los pequeños principados
alemanes, pero hace cosa de diez años las prohibieron porque traían muchas
desgracias. Llegaba un jugador, se ponía a jugar, se entusiasmaba, perdía todo
su dinero y a veces incluso el de los demás. Y luego, en su desesperación, se
arrojaba al agua o se pegaba un tiro. Los alemanes prohibieron a sus príncipes que
tuvieran casas de juego; pero no hay quien pueda prohibir esto al reyezuelo de
Mónaco: por eso sólo allí queda una ruleta.
Desde entonces, todos los
aficionados al juego van a Mónaco, pierden su dinero y el beneficio es para el
rey. Por medio de un trabajo honrado no puede uno construirse palacios. El
reyezuelo de Mónaco sabe que eso no está bien; pero ¿qué hacer? Es necesario
vivir. No es mejor mantenerse de los impuestos sobre el alcohol o el tabaco.
Así es como vive ese reyezuelo. Reina, amasa dinero y gobierna desde su
palacio, lo mismo que los grandes reyes. Lo mismo que ellos, se corona,
organiza desfiles y paradas, concede recompensas, ajusticia, indulta, celebra
consejos, decreta y juzga. Gobierna como los auténticos reyes. La única
diferencia es que en Mónaco todo es pequeño.
Una vez, hace cosa de
cinco años, hubo un crimen en el reino. El pueblo de Mónaco es pacífico; y
nunca había sucedido allí tal cosa. Se reunieron los jueces para juzgar al
asesino. En el tribunal había jueces, fiscales, abogados y jurados. Después de
juzgarlo, lo condenaron según la ley a la última pena, a la decapitación.
Presentaron la sentencia al rey. Éste la confirmó. No había más remedio que
ajusticiar al criminal. La única desgracia es que no hubiese en el reino guillotina
ni verdugo. Después de pensarlo mucho, los ministros decidieron escribir al
gobierno francés, preguntándole si podía mandarles la máquina y el verdugo para
cortar la cabeza al criminal. Al mismo tiempo, pidieron que les informase, de
ser posible, de los gastos que esto supondría. Al cabo de una semana recibieron
la contestación: podían enviar la máquina y el verdugo: los gastos ascendían a
dieciséis mil francos. Se lo comunicaron al reyezuelo. Éste meditó largo rato.
¡Dieciséis mil francos! “¡Ese bribón no vale tanto dinero! ¿No se podría
arreglar el asunto más barato? Para obtener esa cantidad, todos los habitantes
del reino tendrían que pagar dos francos de impuesto. Les parecería mucho.
Podrían sublevarse”, dijo. Celebraron consejo. ¿Cómo solucionar el problema? Se
les ocurrió preguntar lo mismo al rey de Italia. Francia es una república, no
respeta a los reyes; en cambio, como en Italia hay un rey, tal vez cobraría
menos. Escribieron. No tardaron en recibir contestación. El Gobierno italiano
les decía que con mucho gusto mandaría la máquina y el verdugo. El total de los
gastos, con el viaje incluido, ascendería a doce mil francos. Era más barato
sí, pero no dejaba de ser una cantidad elevada. Aquel canalla no valía tanto
dinero. Cada habitante tendría que pagar casi dos francos de impuesto. Volvió a
reunirse el Consejo. Pensaron en la forma de arreglar esto de una manera más
económica. Por ahí algún soldado quisiera cortar la cabeza al criminal, de un
modo rudimentario. Llamaron al general. “¿No habrá algún soldado que quiera
decapitar al asesino? Sea como sea, cuando van a la guerra matan; y eso es lo
que se les enseña”. El general habló con sus soldados. ¿Quería alguno cortar la
cabeza al criminal? Todos se negaron. “No, no sabemos hacer esto; no lo hemos
aprendido”, dijeron.
¿Qué hacer? Meditaron
mucho, nombraron un Comité, una Comisión y una Subcomisión. Por fin hallaron el
medio de arreglar el asunto. Había que conmutar la pena de muerte por la de
cadena perpetua. De este modo, el rey demostraría su misericordia y al mismo
tiempo habría menos gasto. El reyezuelo se mostró de acuerdo; y resolvieron
adoptar esa solución. La única desgracia era que no hubiese una prisión
adecuada donde encerrar al criminal para toda la vida. Había pequeños calabozos
en los que se encerraba temporalmente a los culpables; pero se carecía de una
buena prisión. Finalmente, encontraron un lugar. Encerraron al criminal y le
pusieron un guardia.
Éste vigilaba al
delincuente y le traía la comida de la cocina del palacio. Así transcurrieron
doce meses. A fin de año el reyezuelo hizo el balance de los gastos y de los
ingresos y se dio cuenta de que el criminal constituía un gasto bastante
considerable. En un año había ascendido a seiscientos francos su comida y el
sueldo del guardián. El criminal era joven y sano; tal vez viviera aún
cincuenta años. No era posible seguir así. El reyezuelo llamó a sus ministros:
“Buscad el medio de que este canalla nos cueste menos dinero. Así nos resulta
demasiado caro”, les dijo. Los ministros se reunieron en Consejo y meditaron
largo rato. Uno de ellos dijo: “Señores, creo que hay que suprimir al
guardián”. “El criminal se escaparía”, replicó otro. “Si se escapa, ¡al
diablo!” Informaron al rey. El rey se mostró de acuerdo. Suprimieron al
guardián y esperaron a ver qué pasaría. Al llegar la hora de comer el criminal
buscó al guardián; y, al no encontrarlo, se dirigió en persona a la cocina del
palacio en solicitud de la comida. Tomó lo que le dieron, volvió a la prisión y
cerró la puerta tras de sí. Al día siguiente pasó lo mismo. El tipo salía a
buscar la comida; pero no se escapaba. ¿Qué hacer? Pensaron que debían decirle
que no se le necesitaba para nada, que podía irse. El ministro de justicia lo
llamó. “¿Por qué no se va usted? Nadie lo vigila, puede marcharse libremente:
al rey no le parecerá mal”. “No le parecerá mal, pero yo no tengo a dónde ir.
¿Dónde quiere que me vaya? Me han cubierto de oprobio con la sentencia; ahora
nadie querrá tratarme. Me he apartado de todo. Ustedes proceden injustamente
conmigo. Eso no se puede hacer. En primer lugar, si me han condenado a muerte,
tenían que haberme matado. Y aunque no lo han hecho, no he protestado. En
segundo lugar, me condenaron a cadena perpetua y me pusieron un guardián para
que me trajera la comida, pero no han tardado en quitármelo. Y tampoco he
protestado. He ido a buscarme la comida personalmente. Ahora me dicen que me
vaya, pero esta vez, arréglenselas como quieran; no, no pienso irme”, replicó
el criminal.
De nuevo celebraron el
Consejo. ¿Qué hacer?, ¡qué solución tomar? El criminal no se iba. Después de
pensarlo mucho, decidieron asignarle una pensión. Era la única manera de
librarse de él. Informaron al reyezuelo. “¡Qué le hemos de hacer! Hay que
terminar como sea”, dijo éste. Asignaron al criminal una pensión de seiscientos
francos y así se lo comunicaron. “Bueno; si me pagan puntualmente, me iré”.
Así se decidió la cosa.
Entregaron al criminal la tercera parte de la pensión por adelantado. Éste se
despidió de todos y abandonó el dominio del reyezuelo. Viajó apenas un cuarto
de hora por ferrocarril. Se instaló cerca del reino, compró una parcela de
tierra, puso una huerta y un jardín y vive muy feliz. En fechas determinadas,
va a Mónaco a percibir su pensión. Después de cobrar, entra en la casa de juego
y pone dos o tres francos. Algunas veces gana, otras pierde, y vuelve a su
casa. Vive apaciblemente.
Menos mal que no
delinquió en un lugar donde no se repara en gastos para decapitar a un hombre
ni para mantenerlo en la cárcel de por vida.
[1] Mónaco es actualmente un principado de casi 2 km2,
completamente urbano. Consta de sólo tres ciudades (Montecarlo, La Condamine y
Mónaco-Ville) y de unos 33.000 habitantes, en su mayoría nacidos fuera del
territorio.
ANÁLISIS DE “DEMASIADO
CARO”
Héctor Zabala ©
Según señala el propio
Tolstoi, sería un relato verídico inspirado en el escritor francés Guy de
Maupassant, quizá sobre un esbozo de cuento, pero tengo dudas de que tal
afirmación (que aparece como subtítulo de la obra) no sea una dosis más de la
gran ironía que se trasluce en toda su narración.
El cuento no pudo
publicarse apenas escrito (1890) por la censura que por entonces existía bajo
el régimen zarista. Apareció por primera vez en Inglaterra, en la edición de
Vladimir Grigoryevich Chertkov de 1899. En Rusia no sería publicado hasta 1901,
cuando ya era imposible evitar que se leyera. Probablemente esa década de
censura a Demasiado caro tuviera su razón de ser en el espíritu de cuerpo que
mantenían los monarcas europeos entre sí (en el caso, el zar y el príncipe
monegasco) ante el avance secular del republicanismo, más que en el tema de
fondo, la pena de muerte. En efecto, la obra ridiculiza al príncipe y al
principado en cuestión.
Para algunos críticos la
fuerza narrativa de Tolstoi no estaba justamente en el cuento corto de ficción.
Destacaba más en novela y en el pintoresquismo de personajes sacados de la vida
real; de hecho sus principales obras (Guerra y paz, Anna Karénina) son
incluidas generalmente en el realismo.
Sin embargo esta pequeña
obra parece ser una excepción. Sus principales méritos consisten en mostrarnos
un manejo magistral de la ironía, de la paradoja, cosa no muy habitual en
Tolstoi, y en intentar que el lector recapacite sobre la dureza de los castigos
que por entonces se aplicaban a los delincuentes en todo el mundo. No olvidemos
que este autor, además de sustentar un humanismo socializante (hay quienes ven
sus ideas como una vuelta al primitivo cristianismo), fue un decidido
abolicionista que fustigaba con acritud la pena de muerte y las torturas,
moneda corriente en todo el siglo XIX. En Mi confesión, una suerte de
balance de su anterior vida disipada, nos dice: “Durante mi residencia en
París, la vista de una ejecución de la pena capital me reveló la debilidad de
mi creencia supersticiosa en el progreso. Cuando vi la cabeza de aquel hombre
desprenderse del cuerpo y oí el ruido que produjo al caer en el cesto,
comprendí –no con mi razón, sino con todo mi ser– que ninguna teoría de la
sabiduría de las cosas establecidas ni del progreso podía justificar semejante
acto, y que aunque todos los hombres que hayan existido en el mundo desde la
creación, basándose en la teoría que fuese, hubiesen encontrado que aquello era
necesario, yo sabía que no lo era, que estaba mal hecho, y que, por
consiguiente, yo debía juzgar en adelante lo que es justo y necesario, no por
lo que dicen y hacen los hombres ni por lo que significa el progreso, sino por
lo que me dicte el corazón”.
UNA CRÍTICA DE CARÁCTER
MORAL
La obra comienza con una
crítica velada a la doble moral del reyezuelo. Impone penas duras para los
delitos, pero todo el andamiaje económico de su principado es la inmoralidad:
el juego y otros vicios. En efecto, si los vicios desaparecieran, no habría
sobre qué aplicar impuestos. Es decir, se cuestiona con dureza el acto inmoral
de un delincuente aislado, que en el peor de los casos afectó cuanto mucho a
unas pocas personas, y no se cuestiona un sistema estructuralmente inmoral que
afecta a miles, quizá a millones de personas dado que Mónaco gozó siempre de
turismo extranjero.
En este sentido es muy
sagaz el detalle vertido sobre la prohibición de casinos en toda Europa como
consecuencia de que provocaba suicidios frecuentes de jugadores compulsivos. Se
está diciendo, indirectamente, que el reyezuelo y sus funcionarios castigan al
asesino de un hombre y no se castigan a sí mismos cuando son culpables de la
muerte de muchos otros y también de innumerables casos futuros.
UNA ESTRUCTURA DE ZUGWANG
En ajedrez, una posición
de zugzwang es la que lleva necesariamente a perder la partida, sin importar lo
que se intente para evitarlo. Se traduce del alemán como “obligación de mover”
o “forzado a jugar”. Y así como en ajedrez el jugador está obligado a accionar
por reglamento, aunque ello implique su fracaso, en el cuento el príncipe lo
está por la ley. Debe hacer algo, no puede “pasar”, como ocurre con otros
juegos de mesa, verbigracia el póker. Pero Tolstoi desarrolla su cuento de tal
forma que las diversas posibilidades encontradas acaban siempre en callejones
sin salida. Así, si se trata de ejecutar al reo, se desbarranca la economía
palaciega; si se le conmuta la ejecución por cadena perpetua, también; si se le
sugiere fugarse, el preso se niega, pues ¿dónde estará mejor que en la cárcel,
mantenido por el gobierno? Terminan dejándolo libre y asignándole un sueldo. En
síntesis: se lo premia por haber cometido un crimen. Como diría un ajedrecista
“son todas malas”. Eso sí, digamos que virtualmente se lo deporta a Francia,
aunque apenas a unos pocos kilómetros de la frontera.
CONCLUSIÓN
En el desarrollo del
cuento, reyezuelo y ministros no tienen prurito en contradecirse casi de
continuo, aplicando penas cada vez más débiles. En ellos prima la economía
sobre la justicia.
Considerando que Tolstoi
era profundamente religioso, es muy probable que haya querido dejarnos como
moraleja que sólo Dios puede ser realmente justo en sus juicios. Una manera de
decirnos que ningún ser humano tiene derecho de quitarle la vida a otro, sin
importar el motivo.
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León Tolstoi
(según Iliá Yefimovich
Repin)
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Lev Nikoláievich Tolstoi, tal su nombre vertido del ruso, nació en Yasnaia Poliana, provincia de
Tula, el 28 de agosto de 1828. Perteneciente a una familia de la antigua
nobleza rusa, perdió a sus padres en plena infancia.
La familia, encabezada
por su hermano mayor, Nikolai, se trasladó a la mansión de un tío en Kazán, en
cuya universidad ingresó el futuro escritor, aunque luego no concluiría sus
estudios de lenguas orientales. Más tarde, en San Petersburgo lograría un
título universitario en Derecho.
Tolstoi fue un
contradictorio típico, como ocurre a menudo entre la gente de genio. Era tan
encantador como de mal carácter, de buenos sentimientos y comprometido con la
caridad cristiana como empedernido jugador por dinero, defensor de la vida y
adversario de la pena de muerte como amante de la caza o digno acompañante de
su hermano mayor a los frentes de batalla, de contextura robusta como sufrido
reumático con decenas de otras dolencias, amigo de los campesinos como mundano
que se codeaba con la alta sociedad, de carácter fuerte como dominable por su
mujer a quien superaba en edad, tan feo y tosco como inteligente, tan amado por
sus colegas como odiado por otros. Su vida es muy conocida gracias a la profusa
correspondencia que mantuvo con parientes y amigos, así como por el diario
íntimo de su esposa Sofía y el suyo personal.
Fue un gran lector ya
desde muy joven y llegó a dominar varios idiomas. Durante su estancia en el
Cáucaso fue registrando en su mente los distintos tipos humanos, tanto
campesinos como militares, que luego volcaría en sus obras.
Prolífero narrador,
colaboró mucho con la revista literaria Sovremennik (El Contemporáneo)
al igual que su amigo Iván Turgueniev. Esta revista había sido fundada en 1836
por los poetas Puschkin y Pletniev.
Algunos viajes por Europa
dieron a Tolstoi una visión más amplia del mundo. También fundó una escuela en
Yasnaia Poliana y se dedicó a la enseñanza, aplicando ideas propias. Su Silabario,
dedicado al programa de enseñanza elemental, demostró su gran anhelo por el
desarrollo educativo de los niños.
Murió de un infarto en la
estación ferroviaria de Astápovo (unos 170 km al sur de Moscú) el 20 de
noviembre de 1910 cuando intentaba escapar de su casa. Trató de desprenderse de
todos los bienes en beneficio de los pobres, pero su esposa lo impidió.
Sus obras:
Novelas: Infancia, adolescencia y juventud (1851-1856), Felicidad
conyugal (1858-1859), Guerra y Paz (1864-1869), Anna Karénina
(1873-1876), Los decembristas (1859-1884), La Sonata a Kreutzer
(1889), Resurrección (1890-1899), Hadji Murat (1896-1904, edición
póstuma).
Teatro: El poder de las tinieblas (drama, 1886-1887), Los
frutos de la civilización (comedia, 1886-1889), El vagabundo
(comedia, 1910), El mujik y el obrero (comedia), El cadáver viviente
(drama, 1911).
Cuentos: La incursión (1851-1854, publicado en
1856), La tala del bosque (1851-1854, publicado en 1855), El
degradado (1856), Diario de un marcador (1853), Sebastopol en
diciembre de 1854 (1855), Sebastopol en mayo de 1855 (1855), Sebastopol
en agosto de 1855 (1856), La borrasca (1856), Los dos húsares (1856),
La mañana de un señor (1852-1856, publicado en 1856), Lucerna
(1855), Alberto (1857, editado en 1858 con errores, subsanados en 1886),
Tres muertes (1859), Los cosacos (1852-1862, publicado
en 1863), Polikushka (1861-1862, publicado en 1863), Jolstomer
(1856-1863, publicado en 1886), La muerte de Iván Illich (1884-1886,
publicado en 1886), Francisca (1890, publicado en 1891), Demasiado
caro (1890, publicado en 1899), Amo y criado (1894-1895, publicado
en 1895), Después del baile (1903, edición póstuma de 1911), El
billete falsificado (1898-1904, edición póstuma de 1911), Alioscha
"El puchero" (1905, edición póstuma de 1911), Korney Vasiliev
(1879, publicado en 1906), Las fresas (1905, publicado en 1906), Diario
póstumo de Fiodor Kuzmich (1905-1906, edición póstuma de 1911), ¿Por
qué? (1906), El sueño (1906, edición póstuma de 1911), Pobres
gentes (1906), El poder de la Infancia (1908, edición póstuma de
1912), Jodynka (1910), Sin querer (1910, publicado en 1911), No
hay culpables en el mundo (1908-1909, edición póstuma de 1911), El padre
Serguei (1890-1898, edición póstuma de 1911).
Cuentos
para niños (1871-1872, publicados en 1872): El
niño abandonado, El mujik y los pepinos, El incendio, El viejo caballo, La
rama, Cómo aprendía a montar a caballo, Bolita, Bolita y el jabalí, Los faisanes,
Milton y Bolita, La tortuga, Bolita y el lobo, Lo que ocurrió a Bolita en
Piatigorsk, El fin de Bolita y de Milton, La liebre, Dios ve la verdad pero no
la dice sino cuando quiere, Cómo cazamos un oso, El prisionero del Cáucaso.
Cuentos
populares (1880): Historia de Iván “el imbécil”;
Mijail, el aprendiz de zapatero; Donde está el amor, allí está Dios; Ilias; Los
dos hermanos y el oro; Melania y Akulina; Dios y el diablo; El pecador
arrepentido; Los tres “Starsky”; El primer destilador; El cirio; El origen del
mal; Los dos viejos; El ahijado; La semilla milagrosa; Emelián el obrero;
¿Cuánta tierra necesita el hombre?
Relatos autobiográficos: Primeros recuerdos (1878-1892), Recuerdos (1903-1905).
http://revista-realidades-y-ficciones.blogspot.com.br/
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