El
privilegio de la tumba
por Mark
Twain
Que Mark Twain exageró en casi
todo es sabido. Exageró cuando ganó fortunas súbitas y súbitamente las perdió.
Exageró cuando huyó de Nevada luego de un duelo. Exageró cuando se adhirió a
los Confederados y de inmediato se pasó a los Unionistas. Exageró cuando tomó
prestado su seudónimo del grito de unos pilotos de barcazas que así se
anunciaban entre ellos los peligros de unas aguas profundas. Exageró cuando
vaticinó que, habiendo nacido en el día preciso en que pasaba por la Tierra el
cometa Halley, él moriría cuando éste retornara –que fue lo que en efecto
ocurrió. Y exageró, y mucho, para regocijo de todos sus lectores, en sus
novelas y en sus ejercicios periodísticos: una exageración cómica, una
exageración genial. Exagera también en el artículo que se publica a
continuación, artículo que responde palabra por palabra al principio tan suyo
de que sin exageración no hay ni diversión ni revelación artística verdadera.
Sus moradores tienen un privilegio
que no ejerce ningún ser vivo: la libertad de expresión. Estrictamente
hablando, el hombre vivo no carece de este privilegio; sin embargo, al poseerlo
como mera formalidad, y al conocer mejor cómo hacer uso de él, es imposible que
lo aprecie con seriedad como una posesión. Como privilegio activo, se sitúa
junto al privilegio de cometer asesinato: es necesario llevarlo a la práctica
si se desean descubrir sus consecuencias. El asesinato está prohibido tanto
formalmente como de hecho; la libertad de expresión está consentida por las
formas pero prohibida en los hechos. Para el criterio común, ambos constituyen
crímenes, y son tenidos por profundamente odiosos por la totalidad de la gente
civilizada. El asesinato a veces es condenado; la libertad de expresión, cuando
se comete, cosa que ocurre en muy raras ocasiones, lo es siempre. Hay más de
cinco mil asesinatos contra un (impopular) pronunciamiento libre. Existe una
justificación para esta renuencia a airear opiniones impopulares: su
costo es altísimo. Puede arruinar a un hombre y sus negocios, provocar que
pierda a sus amigos, condenarlo a la afrenta y al ultraje, someter a su familia
sin mácula a la exclusión social, y hacer de su casa una soledad menospreciada
y sin visitas. Una opinión impopular sobre política o religión yace escondida
en la cabeza de cualquier hombre; es más: con frecuencia yace no sólo una
opinión sino varias. Cuanto más inteligente el hombre, más carga de esta clase
acarrea, y la guarda para sí mismo. No hay un solo individuo –incluído el
lector y quien escribe– que no sea el dueño de acariciadas y preciosas e
impopulares convicciones que el sentido común le prohíbe manifestar. A veces,
reprimimos una opinión por razones que apuntan no tanto a nuestro crédito como
a nuestro descrédito; no obstante, a menudo la reprimimos porque no somos
capaces de pagar el costo amargo que conlleva emitirla. Nadie quiere ser
odiado. Nadie desea ser esquivado.
Una consecuencia natural de este
comportamiento es que, consciente o inconscientemente, intentamos sintonizar
nuestras opiniones con las de nuestros vecinos y, a fin de preservar su
aprobación, calculamos cuanto decimos para que no desentone ni desarmonice con
el tono general de ellos. Esta costumbre a su vez arrastra a otro resultado:
las opiniones manifestadas en público, al estar cercadas por, y originadas en,
este criterio, impiden la existencia de una opinión que no obedezca sino a un
mero intercambio de cortesías. No hay reflexión crítica ni principio moral que
sostenga las opiniones; tampoco hay, en este sistema, una opinión que sea capaz
de ganarse un respeto auténtico.
Cuando se presenta un proyecto
político nuevo, y hasta entonces no aplicado, la gente, ansiosa y a la
expectativa, se alarma, y por un tiempo se confina en la mudez y la reserva. No
se trata de que la gran mayoría se haya puesto a analizar la nueva doctrina o
busque formarse una idea sobre ella, no: se aguarda a que surga una mayoritaria
posición popular. Un cuarto de siglo atrás, los comienzos de la agitación
antiesclavista no encontraron mucha simpatía en el Norte del país. La prensa,
el púlpito y casi todos permanecieron fríos ante ella. Y sucedió así a causa de
la timidez y el miedo a hablar y a volverse odioso, y no porque se aprobara la
esclavitud o por falta de compasión hacia el esclavo. Es que nadie –ni el
Estado de Virginia ni yo mismo, por ejemplo– es capaz de sustraerse a esta
regla de la uniformidad y constituirse en excepción. Y entonces nos sumamos a
la causa de la Confederación no porque así lo quiséramos, que no era el caso,
sino porque deseábamos seguir la corriente. Ésta es la ley que redondamente
impone la naturaleza, y nosotros la obedecimos.
El deseo de seguir la corriente
es lo que vuelve triunfadores a los partidos políticos. No hay más motivo para
comprometerse con, y militar en, un partido político que el antecedente de que
nuestro padre también lo haya hecho. El común de los ciudadanos no se dedica a
estudiar las doctrinas de los partidos, y hace bien: ni tú, lector, ni yo,
llegaríamos a entenderlas. De ahí que si se le solicita a alguien que explique
con cierto grado de inteligibilidad por qué prefiere una cara de la moneda, y
no la otra, su intento será un desastre. La misma historia se repetirá si se
trata de explicar la cuestión arancelaria. Es que todo vasto credo político
abunda en problemas intrincados, problemas que están muy por debajo de los
alcances de un ciudadano del montón. Lo que de ningún modo resulta raro puesto
que también están muy por encima de la capacidad de las mentes mejor dotadas
del país. Al cabo de tanto barullo y tanto parloteo, ninguna de esas doctrinas
ha demostrado de manera concluyente cuál es la más acertada y la mejor.
Quien adhiere a un partido
pretende perpetuarse en él. Aun si llega a cambiar de opinión (quiero decir, a
modificar sus sentimientos, sus simpatías), de todos modos prefiere la
permanencia. Allí están sus amigos de toda la vida. Y entonces se guardará sus
verdaderos sentimientos y continuará exhibiendo los que en su fuero interior ya
desechó. Unicamente en tales términos negativos, y no en otros, ejercerá el
privilegio norteamericano de la libertad de expresión. Esta clase de
desdichados se encuentran en ambos partidos dominantes, aunque no
sabemos en qué proporción. Por lo demás, tampoco sabemos qué partido se hizo
con la mayoría en una elección...
La libertad de expresión es el
privilegio de los muertos, su monopolio. Ellos pueden decir cuanto quieran sin
ofensas. Sentimos conmiseración por lo que dicen los muertos. Puesto que
sabemos que ya son incapaces de defenderse, podemos desaprobar lo que dicen
pero no los insultamos ni denigramos. ¡Cuántas revelaciones podrían hacer si
hablaran! En materia de opiniones, sabemos de sobra que ninguna persona ya ida
tuvo en vida aquellas opiniones que íntimamente sentía como suyas. Por miedo,
por cálculo voluntario, o por renuencia a herir a los amigos, desde siempre
guardó para sí mismo pareceres ni siquiera sospechados por su minúsculo
entorno, y acabó por llevárselos a la tumba. Y, a su vez, más tarde, los vivos
llegarán a descubrir, conmovidos y avergonzados, con un dejo de autocensura, el
hecho de que ellos tambien están cortados por la misma tijera. Más:
descubrirán, allá en lo hondo de sí mismos, que ellos, y con ellos la nación
toda, no son ni serán nunca lo que aparentan.
No obstante, no se encuentra a
nadie entre nosotros que desee revelar de buena gana estos secretos. Dado que
sabemos que no podemos hacerlo en vida, ¿por qué no hacerlo desde la tumba y
así hallar satisfacción? ¿O por qué no asentar estas cuestiones en nuestros
diarios íntimos, en lugar de dejarlos fuera de ellos tan precavidamente? ¿Por
qué no confesarlo en esas páginas reservadas y permitir que nuestros amigos las
lean allí? Porque no hay ninguna duda de que la libertad de expresión es
algo deseable. Así lo sentí en Londres, cinco años atrás, cuando los
simpatizantes de los boers (hombres respetables, que pagan sus impuestos,
buenos ciudadanos, y más comprometidos con sus ideas que muchos otros) fueron
atacados en sus mitines, sus oradores maltratados y arrojados de los podios por
ciudadanos que disentían de sus opiniones. Así lo sentí en América cuando se
agredieron mitines y se golpeó a sus oradores. Y, más especialmente, así lo
sentí yo cada semana o dos, cuando estaba a punto de publicar algo que una
sensitiva discreción me susurraba que no debería hacerlo. A veces mis
sentimientos son tan ardientes que debo tomar un lápiz y ponerlos sobre el
papel para que no me quemen; pero tanta tinta y esfuerzo terminan por ser
inútiles porque no puedo publicar su resultado. Acabo de finalizar ahora mismo
un artículo de esta clase, y me entusisma mucho. Hace que mi alma abatida se
alegre de leerlo y prevea, de antemano asombrada, el conflicto que provocará
entre mi familia y yo. Pero lo dejaré sin publicar, y lo divulgaré desde mi
tumba. Que de este modo es como se ejerce la libertad de expresión y de paso no
se daña a la familia.
Nota y traducción de Danubio Torres Fierro
http://www.letraslibres.com/index.php?art=13965
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