domingo, 17 de novembro de 2013

Las palabras por JULIO CORTÁZAR



Las palabras
JULIO CORTÁZAR


     Si algo sabemos los escritores es que las palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y enferman los hombres y los caballos. Hay palabras que, a fuerza de ser repetidas y muchas veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su vitalidad.
     En vez de brotar de las bocas o de la escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como piedras opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje o a percibir solamente una faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como zapatos usados.
     Sabemos que hay palabras-clave, palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia. Sabemos muy bien cuáles son esas palabras en las que se centran tantas obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo, justicia social o democracia, entre otras muchas.
     Ahí estan otra vez porque ellas aglutinan una inmensa carga positiva, sin la cual nuestra vida, tal como la entendemos, no tendría el menor sentido, ni como individuos ni como pueblos. Aquí están otra vez esas palabras, las estamos diciendo, las estamos escuchando.      Pero en algunos de nosostros, acaso porque tenemos un contacto más obligado con el idioma, que es nuestra herramienta estética de trabajo, se abre un sentimiento de inquietud, un temor que sería fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser callado cuando se le siente con la fuerza y la angustia con las que a mí me ocurre siempre.
     Una vez más, como en las reuniones, tantos coloquios, mesas redondas, tribunales y tantas comisiones, surgen entre todos nosotros palabras cuya necesaria repetición es una prueba más de su importancia.
     Pero, a la vez, se diría que esa reiteración las está limando, desgastando, apagando.
Digo libertad, digo democracia y, de pronto, siento que he dicho esas palabras sin haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, o en un cliché sobre el cual todo el mundo está de acuerdo, porque esa es la naturaleza misma del cliché y del estereotipo. Anteponer un lugar común a una vivencia, un convencimiento a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo.

Definiciones inequívocas
     ¿Con qué derecho digo estas cosas? Con el simple derecho de alguien que ve en el habla el punto más alto que haya escalado el hombre, buscando saciar su sed de conocimiento y de comunicación. Es decir, de avanzar positivamente en la Historia como ente social y de ahondar, como individuo, en el contacto con sus semejantes.
     Sin la palabra no habría historia y tampoco habría amor. Seríamos mera perpetuación y mera sexualidad. El habla nos une como pareja, como sociedades, y como pueblos.    Hablamos porque somos, pero somos porque hablamos. Es entonces que en las encrucijadas críticas, en el enfrentamiento de la luz contra las tinieblas, de la razón contra la brutalidad, de la democracia contra el fascismo, el habla asume un valor del que no siempre nos damos plena cuenta.
     Ese valor, que debería ser nuestra fuerza diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos mostraría con una máxima claridad el camino frente al laberinto y las trampas que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces como quien pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente, casi sin pensar, dándolo por sentado y por válido, descontando que la libertad es la libertad y la justicia es la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo que ofrecemos o que nos ofrecen.
     Hoy, en que tanto en España como en muchos otros países del mundo se juega una vez más el destino de los pueblos frente al resurgimiento de las pulsiones más negativas de la especie, yo siento que no siempre hacemos el esfuerzo necesario para definirnos inequívocamente en el plano de la comunicación verbal, para sentirnos seguros de las bases profundas de nuestras convicciones y de nuestras conductas sociales y políticas. Eso puede llevarnos en muchos casos a luchar en la superficie, a batirnos sin conocer a fondo el terreno donde se libra la batalla y donde debemos ganarla. Seguimos dejando que esas palabras, que transmiten nuestras consignas, nuestras opciones y nuestras conductas, se desgasten y se fatiguen a fuerza de repetirse dentro de moldes avejentados, de retóricas que inflaman la pasión y la buena voluntad, pero que no incitan a la reflexión creadora, al avance en profundidad de la inteligencia, a tomas de posición que signifiquen un real paso adelante en la búsqueda de nuestro futuro.
     Todo esto sería acaso menos grave si frente a nosotros no estuvieran aquellos que, tanto en el plano del idioma como en el de los hechos, intentan todo lo posible para imponernos una concepción de la vida, del Estado, de la sociedad y del individuo, basada en el desprecio elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista de un poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual. Si algo distingue al fascismo e imperialismo, como técnicas de infiltración, es precisamente el lenguaje, su manera de servirse de cada uno de los conceptos que estamos utilizando aquí para alterar y viciar su sentido más profundo y proponerlos como consignas de su ideología.
     Palabras como patria, libertad y civilización saltan como conejos en todos sus discursos, en todos sus artículos periodísticos. Pero para ellos, la patria es una plaza fuerte destinada por definición a menospreciar y a amenazar a cualquier otra patria que no esté dispuesta a marchar a su lado en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos, la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa, sostenida ciegamente por masas realmente masificadas.
     Para ellos, la civilización es el estancamiento en un conformismo permanente, en una obediencia incondicional. Y es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor positivo que para nosotros tienen estos términos, puede colocarnos en desventaja frente a ese uso diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han mostrado su capacidad de insinuar, de introducir paso a paso un lenguaje que se presta al engaño y, si por nuestra parte, no damos al lenguaje su sentido más auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y sociales y los de aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas parecidas.
     Puede llegar el día en que el uso reiterado de las mismas palabras por unos y otros no deje ver ya la diferencia esencial de sentido que hay en términos tales como «individuo», como «justicia social», como «derechos humanos», según sean dichos por nosotros o los demagogos del imperialismo o del fascismo.
     Hubo un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar hacia atrás en la historia para asistir al nacimiento de esas palabras en sus formas más puras, para sentir su temblor matinal en los labios de tantos visionarios, de tantos filósofos y de tantos poetas.
     Eso, que era expresión de utopías o de ideal en sus bocas y en sus escritos, habría de llenarse de ardiente vida cuando una primera y fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el estallido de la Revolución Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y de fraternidad dejó entonces de ser una abstracción del deseo para entrar de lleno en la dialéctica cotidiana de la historia vivida y, a pesar de las contrarrevoluciones, de las traiciones profundas que habrían de encarnarse en figuras como las de un Napoleón Bonaparte y las de tantos otros, esas palabras conservaron su sabor más humano, su mensaje más acuciante, despertando a otros pueblos, acompañando el nacimiento de las democracias y la liberación de tantos países oprimidos a lo largo de todo el siglo XIX y la primera mitad del nuestro.
     Esas palabras no estaban ni enfermas ni cansadas, a pesar de que, poco a poco, los intereses de una burguesía egoísta y despiadada empezaba a recuperarlas para sus propios fines, que eran y son engaño, el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes, el espejismo de la falsa democracia, como lo estamos viendo en la mayoría de los países industrializados, decididos a imponer su ley y sus métodos a la totalidad de nuestro planeta.
     Poco a poco, esas palabras se viciaron, se enfermaron a fuerza de ser violadas por las peores demagogias del lenguaje dominante. Nosotros, que las amamos porque en ellas alienta nuestra verdad, nuestra esperanza y nuestra lucha, seguimos diciéndolas porque las necesitamos, porque son las que deben expresar y transmitir nuestras normas de vida y nuestras consignas de combate. Un ejemplo, entre muchos, puede mostrar la cínica deformación del lenguaje por parte de los opresores de los pueblos. A lo largo de la Segunda Guerra Mundial, yo escuchaba desde mi país, Argentina, las transmisiones radiales, por onda corta, de los aliados y de los nazis. Recuerdo, con un asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar, que las noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban cada vez con esta frase: «Aquí Alemania, defensora de la cultura». Cada noche, la voz repetía la misma frase. La repetía mientras millones de judíos eran exterminados en los campos de concentración, la repetía mientras los teóricos hitleristas proclamaban sus teorías sobre la primacía de los arios puros y su desprecio por el resto de la humanidad, a la que consideraban como inferior.
     La palabra cultura, que concentra en su infinito contenido la definición más alta del ser humano, era presentada como un valor que el hitlerismo pretendía defender con sus divisiones blindadas, quemando libros en inmensas piras, condenando las formas más audaces y hermosas del arte moderno, masificando el pensamiento y la sensibilidad de enormes multitudes.
     Eso sucedía en los años 40, pero la distorsión del lenguaje es todavía peor en nuestros días, cuando la sofisticación de los medios lo hace más eficaz y peligroso. Porque ahora franquea los últimos umbrales de la vida individual y, desde los canales de televisión o desde las ondas radiales, puede invadir y fascinar a quienes no siempre son capaces de reconocer sus verdaderas intenciones. Colonizar la inteligencia Mi propio país, Argentina, proporciona otro ejemplo de esta colonización de la inteligencia por deformación de la palabra. En los momentos en que diversas comisiones internacionales investigaban las denuncias sobre miles y miles de desaparecidos en el país y daban a conocer informes aplastantes, donde todas las formas de violación de los derechos humanos aparecían probadas y documentadas, los militares organizaron una propaganda basada en el siguiente eslogan: «Los argentinos somos derechos y humanos».
     Así, esos dos términos indisolublemente ligados desde la Revolución Francesa y, en nuestros días, por la Declaración de Naciones Unidas, fueron insidiosamente separados, y la noción de derecho pasó a tomar un sentido totalmente disociado de su significación ética, jurídica y política para convertirse en el elogio demagógico de una supuesta manera de ser de todos los argentinos.
     Pero acaso no haya en estos momentos una utilización más insidiosa del habla que la utilizada por el imperialismo norteamericano para convencer a su propio pueblo, y a los de sus aliados europeos, de que es necesario sofocar de cualquier manera la lucha revolucionaria.
     Para empezar, se escamotea el término «revolución» a fin de negar el sentido esencial de la larga y dura lucha de los pueblos por su libertad –otro término que es cuidadosamente eliminado–, y todo se reduce así a lo que se califica de enfrentamientos entre grupos de ultraderecha y ultraizquierda (estos últimos denominados siempre como «marxistas»), en medio de los cuales los gobiernos aparecen como agentes de moderación y de estabilidad, que es necesario proteger a toda costa. La consecuencia de este enfoque verbal, totalmente falseado, tiene por objeto convencer a la población norteamericana de que, frente a toda situación política considerada como inestable en los países vecinos, el deber de los Estados Unidos es defender la democracia, dentro y fuera de sus fronteras, con lo cual ya tenemos bien instalada la palabra «democracia» en un contexto con el que, naturalmente, no tiene nada que ver.
     Así podríamos seguir pasando revista al doble juego de escamoteos y tergiversaciones verbales que, como muy bien se puede comprobar cien veces en tantos casos, termina por influir en mucha gente y, lo que es aún peor, golpea las puertas de nuestro propio discurso político con las armas de la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando una confusión mental progresiva, un desgaste de valores, una lenta enfermedad del habla, una fatiga contra la que no siempre hemos luchado ni luchamos como deberíamos hacerlo.    ¿Pero en qué consiste ese deber? Detrás de cada palabra está presente el hombre como historia y como conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace necesario
ahondar a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra concepción de la democracia, de la libertad y de la justicia social. Ese hombre que pronuncia tales palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de democracia abarca el conjunto de sus semejantes sin la mejor restricción de tipo étnico, religioso o idiomático?
     Ese hombre que habla de libertad, ¿está seguro de que en su vida privada, en el terreno del matrimonio, de la sexualidad, de la paternidad o la maternidad, está dispuesto a vivir sin privilegios atávicos, sin autoridad despótica, sin machismo y sin feminismo entendidos como recíproca sumisión de los sexos? Ese hombre que habla de derechos humanos, ¿está seguro de que sus derechos no se benefician cómodamente de una cierta situación social o económica frente a otros que carecen de los medios o de la educación necesarios para tener conciencia de ellos y hacerlos valer?
     Es tiempo de decirlo: las hermosas palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por sí mismas, sino por el mal uso que les dan nuestros enemigos y el que, en muchas circunstancias, les damos nosotros.
     Una crítica profunda de nuestra naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de ellas desde lo más hondo de nuestro ser.
     Sólo así esos términos alcanzarán la fuerza que exigimos en ellos, sólo así serán nuestros y solamente nuestros. La tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan la ropa y la vajilla, que les devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar y que esa máquina es su inteligencia y su conciencia. Con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje político de tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es el hombre y se hace a su imagen y a su palabra.

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