Las palabras
JULIO CORTÁZAR
Si algo sabemos los escritores es que las
palabras pueden llegar a cansarse y a enfermarse, como se cansan y enferman los
hombres y los caballos. Hay palabras que, a fuerza de ser repetidas y muchas
veces mal empleadas, terminan por agotarse, por perder poco a poco su
vitalidad.
En vez de brotar de las bocas o de la
escritura como lo que fueron alguna vez, flechas de la comunicación, pájaros
del pensamiento y de la sensibilidad, las vemos o las oímos caer como piedras
opacas, empezamos a no recibir de lleno su mensaje o a percibir solamente una
faceta de su contenido, a sentirlas como monedas gastadas, a perderlas cada vez
más como signos vivos y a servirnos de ellas como pañuelos de bolsillo, como
zapatos usados.
Sabemos que hay palabras-clave,
palabras-cumbre que condensan nuestras ideas, nuestras esperanzas y nuestras
decisiones, y que deberían brillar como estrellas mentales cada vez que se las pronuncia.
Sabemos muy bien cuáles son esas palabras en las que se centran tantas
obligaciones y tantos deseos: libertad, dignidad, derechos humanos, pueblo,
justicia social o democracia, entre otras muchas.
Ahí estan otra vez porque ellas aglutinan
una inmensa carga positiva, sin la cual nuestra vida, tal como la entendemos,
no tendría el menor sentido, ni como individuos ni como pueblos. Aquí están otra
vez esas palabras, las estamos diciendo, las estamos escuchando. Pero en algunos de nosostros, acaso porque
tenemos un contacto más obligado con el idioma, que es nuestra herramienta
estética de trabajo, se abre un sentimiento de inquietud, un temor que sería
fácil callar en el entusiasmo y la fe del momento, pero que no debe ser callado
cuando se le siente con la fuerza y la angustia con las que a mí me ocurre
siempre.
Una vez más, como en las reuniones, tantos
coloquios, mesas redondas, tribunales y tantas comisiones, surgen entre todos
nosotros palabras cuya necesaria repetición es una prueba más de su
importancia.
Pero, a la vez, se diría que esa
reiteración las está limando, desgastando, apagando.
Digo
libertad, digo democracia y, de pronto, siento que he dicho esas palabras sin
haberme planteado una vez más su sentido más hondo, su mensaje más agudo, y
siento también que muchos de los que las escuchan las están recibiendo a su vez
como algo que amenaza convertirse en un estereotipo, o en un cliché sobre el
cual todo el mundo está de acuerdo, porque esa es la naturaleza misma del
cliché y del estereotipo. Anteponer un lugar común a una vivencia, un
convencimiento a una reflexión, una piedra opaca a un pájaro vivo.
Definiciones
inequívocas
¿Con qué derecho digo estas cosas? Con el
simple derecho de alguien que ve en el habla el punto más alto que haya
escalado el hombre, buscando saciar su sed de conocimiento y de comunicación.
Es decir, de avanzar positivamente en la Historia como ente social y de
ahondar, como individuo, en el contacto con sus semejantes.
Sin la palabra no habría historia y
tampoco habría amor. Seríamos mera perpetuación y mera sexualidad. El habla nos
une como pareja, como sociedades, y como pueblos. Hablamos porque somos, pero somos porque
hablamos. Es entonces que en las encrucijadas críticas, en el enfrentamiento de
la luz contra las tinieblas, de la razón contra la brutalidad, de la democracia
contra el fascismo, el habla asume un valor del que no siempre nos damos plena
cuenta.
Ese valor, que debería ser nuestra fuerza
diurna frente a las acometidas de la fuerza nocturna, ese valor que nos
mostraría con una máxima claridad el camino frente al laberinto y las trampas
que nos tiende el enemigo, ese valor del habla lo manejamos a veces como quien
pone en marcha su automóvil o sube la escalera de su casa, mecánicamente, casi
sin pensar, dándolo por sentado y por válido, descontando que la libertad es la
libertad y la justicia es la justicia, así tal cual y sin más, como el cigarrillo
que ofrecemos o que nos ofrecen.
Hoy, en que tanto en España como en muchos
otros países del mundo se juega una vez más el destino de los pueblos frente al
resurgimiento de las pulsiones más negativas de la especie, yo siento que no siempre
hacemos el esfuerzo necesario para definirnos inequívocamente en el plano de la
comunicación verbal, para sentirnos seguros de las bases profundas de nuestras
convicciones y de nuestras conductas sociales y políticas. Eso puede llevarnos
en muchos casos a luchar en la superficie, a batirnos sin conocer a fondo el
terreno donde se libra la batalla y donde debemos ganarla. Seguimos dejando que
esas palabras, que transmiten nuestras consignas, nuestras opciones y nuestras
conductas, se desgasten y se fatiguen a fuerza de repetirse dentro de moldes
avejentados, de retóricas que inflaman la pasión y la buena voluntad, pero que
no incitan a la reflexión creadora, al avance en profundidad de la
inteligencia, a tomas de posición que signifiquen un real paso adelante en la
búsqueda de nuestro futuro.
Todo esto sería acaso menos grave si
frente a nosotros no estuvieran aquellos que, tanto en el plano del idioma como
en el de los hechos, intentan todo lo posible para imponernos una concepción de
la vida, del Estado, de la sociedad y del individuo, basada en el desprecio
elitista, en la discriminación por razones raciales y económicas, en la conquista
de un poder omnímodo por todos los medios a su alcance, desde la destrucción
física de pueblos enteros hasta el sojuzgamiento de aquellos grupos humanos que
ellos destinan a la explotación económica y a la alienación individual. Si algo
distingue al fascismo e imperialismo, como técnicas de infiltración, es
precisamente el lenguaje, su manera de servirse de cada uno de los conceptos
que estamos utilizando aquí para alterar y viciar su sentido más profundo y
proponerlos como consignas de su ideología.
Palabras como patria, libertad y
civilización saltan como conejos en todos sus discursos, en todos sus artículos
periodísticos. Pero para ellos, la patria es una plaza fuerte destinada por
definición a menospreciar y a amenazar a cualquier otra patria que no esté
dispuesta a marchar a su lado en el desfile de los pasos de ganso. Para ellos,
la libertad es su libertad, la de una minoría entronizada y todopoderosa,
sostenida ciegamente por masas realmente masificadas.
Para ellos, la civilización es el
estancamiento en un conformismo permanente, en una obediencia incondicional. Y
es entonces que nuestra excesiva confianza en el valor positivo que para
nosotros tienen estos términos, puede colocarnos en desventaja frente a ese uso
diabólico del lenguaje. Por la muy simple razón de que nuestros enemigos han
mostrado su capacidad de insinuar, de introducir paso a paso un lenguaje que se
presta al engaño y, si por nuestra parte, no damos al lenguaje su sentido más
auténtico y verdadero, puede llegar el momento en que ya no se vea con la
suficiente claridad la diferencia esencial entre nuestros valores políticos y
sociales y los de aquellos que presentan sus doctrinas vestidas con prendas
parecidas.
Puede llegar el día en que el uso
reiterado de las mismas palabras por unos y otros no deje ver ya la diferencia
esencial de sentido que hay en términos tales como «individuo», como «justicia
social», como «derechos humanos», según sean dichos por nosotros o los
demagogos del imperialismo o del fascismo.
Hubo
un tiempo, sin embargo, en que las cosas no fueron así. Basta mirar hacia atrás
en la historia para asistir al nacimiento de esas palabras en sus formas más
puras, para sentir su temblor matinal en los labios de tantos visionarios, de
tantos filósofos y de tantos poetas.
Eso, que era expresión de utopías o de
ideal en sus bocas y en sus escritos, habría de llenarse de ardiente vida
cuando una primera y fabulosa convulsión popular las volvió realidad en el
estallido de la Revolución Francesa. Hablar de libertad, de igualdad y de
fraternidad dejó entonces de ser una abstracción del deseo para entrar de lleno
en la dialéctica cotidiana de la historia vivida y, a pesar de las contrarrevoluciones,
de las traiciones profundas que habrían de encarnarse en figuras como las de un
Napoleón Bonaparte y las de tantos otros, esas palabras conservaron su sabor
más humano, su mensaje más acuciante, despertando a otros pueblos, acompañando
el nacimiento de las democracias y la liberación de tantos países oprimidos a
lo largo de todo el siglo XIX y la primera mitad del nuestro.
Esas palabras no estaban ni enfermas ni
cansadas, a pesar de que, poco a poco, los intereses de una burguesía egoísta y
despiadada empezaba a recuperarlas para sus propios fines, que eran y son
engaño, el lavado de cerebros ingenuos o ignorantes, el espejismo de la falsa
democracia, como lo estamos viendo en la mayoría de los países
industrializados, decididos a imponer su ley y sus métodos a la totalidad de
nuestro planeta.
Poco a poco, esas palabras se viciaron, se
enfermaron a fuerza de ser violadas por las peores demagogias del lenguaje
dominante. Nosotros, que las amamos porque en ellas alienta nuestra verdad, nuestra
esperanza y nuestra lucha, seguimos diciéndolas porque las necesitamos, porque
son las que deben expresar y transmitir nuestras normas de vida y nuestras
consignas de combate. Un ejemplo, entre muchos, puede mostrar la cínica
deformación del lenguaje por parte de los opresores de los pueblos. A lo largo
de la Segunda Guerra Mundial, yo escuchaba desde mi país, Argentina, las
transmisiones radiales, por onda corta, de los aliados y de los nazis.
Recuerdo, con un asco que el tiempo no ha hecho más que multiplicar, que las
noticias difundidas por la radio de Hitler comenzaban cada vez con esta frase:
«Aquí Alemania, defensora de la cultura». Cada noche, la voz repetía la misma
frase. La repetía mientras millones de judíos eran exterminados en los campos
de concentración, la repetía mientras los teóricos hitleristas proclamaban sus
teorías sobre la primacía de los arios puros y su desprecio por el resto de la
humanidad, a la que consideraban como inferior.
La palabra cultura, que concentra en su
infinito contenido la definición más alta del ser humano, era presentada como
un valor que el hitlerismo pretendía defender con sus divisiones blindadas,
quemando libros en inmensas piras, condenando las formas más audaces y hermosas
del arte moderno, masificando el pensamiento y la sensibilidad de enormes
multitudes.
Eso sucedía en los años 40, pero la
distorsión del lenguaje es todavía peor en nuestros días, cuando la
sofisticación de los medios lo hace más eficaz y peligroso. Porque ahora
franquea los últimos umbrales de la vida individual y, desde los canales de
televisión o desde las ondas radiales, puede invadir y fascinar a quienes no
siempre son capaces de reconocer sus verdaderas intenciones. Colonizar
la inteligencia Mi
propio país, Argentina, proporciona otro ejemplo de esta colonización de la
inteligencia por deformación de la palabra. En los momentos en que diversas
comisiones internacionales investigaban las denuncias sobre miles y miles de
desaparecidos en el país y daban a conocer informes aplastantes, donde todas
las formas de violación de los derechos humanos aparecían probadas y
documentadas, los militares organizaron una propaganda basada en el siguiente
eslogan: «Los argentinos somos derechos y humanos».
Así, esos dos términos indisolublemente
ligados desde la Revolución Francesa y, en nuestros días, por la Declaración de
Naciones Unidas, fueron insidiosamente separados, y la noción de derecho pasó a
tomar un sentido totalmente disociado de su significación ética, jurídica y
política para convertirse en el elogio demagógico de una supuesta manera de ser
de todos los argentinos.
Pero acaso no haya en estos momentos una
utilización más insidiosa del habla que la utilizada por el imperialismo
norteamericano para convencer a su propio pueblo, y a los de sus aliados
europeos, de que es necesario sofocar de cualquier manera la lucha
revolucionaria.
Para empezar, se escamotea el término
«revolución» a fin de negar el sentido esencial de la larga y dura lucha de los
pueblos por su libertad –otro término que es cuidadosamente eliminado–, y todo
se reduce así a lo que se califica de enfrentamientos entre grupos de
ultraderecha y ultraizquierda (estos últimos denominados siempre como
«marxistas»), en medio de los cuales los gobiernos aparecen como agentes de
moderación y de estabilidad, que es necesario proteger a toda costa. La
consecuencia de este enfoque verbal, totalmente falseado, tiene por objeto
convencer a la población norteamericana de que, frente a toda situación
política considerada como inestable en los países vecinos, el deber de los
Estados Unidos es defender la democracia, dentro y fuera de sus fronteras, con
lo cual ya tenemos bien instalada la palabra «democracia» en un contexto con el
que, naturalmente, no tiene nada que ver.
Así podríamos seguir pasando revista al
doble juego de escamoteos y tergiversaciones verbales que, como muy bien se
puede comprobar cien veces en tantos casos, termina por influir en mucha gente
y, lo que es aún peor, golpea las puertas de nuestro propio discurso político
con las armas de la televisión, de la prensa y del cine, para ir generando una
confusión mental progresiva, un desgaste de valores, una lenta enfermedad del
habla, una fatiga contra la que no siempre hemos luchado ni luchamos como
deberíamos hacerlo. ¿Pero en qué
consiste ese deber? Detrás de cada palabra está presente el hombre como
historia y como conciencia, y es en la naturaleza del hombre donde se hace
necesario
ahondar
a la hora de asumir, de exponer y de defender nuestra concepción de la democracia,
de la libertad y de la justicia social. Ese hombre que pronuncia tales
palabras, ¿está bien seguro de que cuando habla de democracia abarca el
conjunto de sus semejantes sin la mejor restricción de tipo étnico, religioso o
idiomático?
Ese hombre que habla de libertad, ¿está
seguro de que en su vida privada, en el terreno del matrimonio, de la
sexualidad, de la paternidad o la maternidad, está dispuesto a vivir sin
privilegios atávicos, sin autoridad despótica, sin machismo y sin feminismo
entendidos como recíproca sumisión de los sexos? Ese hombre que habla de
derechos humanos, ¿está seguro de que sus derechos no se benefician cómodamente
de una cierta situación social o económica frente a otros que carecen de los
medios o de la educación necesarios para tener conciencia de ellos y hacerlos valer?
Es tiempo de decirlo: las hermosas
palabras de nuestra lucha ideológica y política no se enferman y se fatigan por
sí mismas, sino por el mal uso que les dan nuestros enemigos y el que, en
muchas circunstancias, les damos nosotros.
Una crítica profunda de nuestra
naturaleza, de nuestra manera de pensar, de sentir y de vivir, es la única
posibilidad que tenemos de devolverle al habla su sentido más alto, limpiar
esas palabras que tanto usamos sin acaso vivirlas desde adentro, sin
practicarlas auténticamente desde adentro, sin ser responsables de cada una de
ellas desde lo más hondo de nuestro ser.
Sólo así esos términos alcanzarán la
fuerza que exigimos en ellos, sólo así serán nuestros y solamente nuestros. La
tecnología le ha dado al hombre máquinas que lavan la ropa y la vajilla, que
les devuelven el brillo y la pureza para su mejor uso. Es hora de pensar que
cada uno de nosotros tiene una máquina mental de lavar y que esa máquina es su
inteligencia y su conciencia. Con ella podemos y debemos lavar nuestro lenguaje
político de tantas adherencias que lo debilitan. Sólo así lograremos que el
futuro responda a nuestra esperanza y a nuestra acción, porque la historia es
el hombre y se hace a su imagen y a su palabra.
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