La fascinación milanesa de Stendhal
Una vida marcada por el arte
Nadie puede discutir que Italia es una tierra repleta de monumentos y bellezas. Pero no deja de ser curioso que un extranjero recién llegado se convierta en el más acérrimo patriota italiano y en el primer defensor y mejor publicista de aquellas excelencias, hasta el punto de considerar al país transalpino la única tierra de la libertad y de la dicha y a Milán la más hermosa ciudad del mundo.
Henry Beyle, Stendhal
Sin embargo, este fue el caso de Henri-Marie Beyle (Grenoble, 1783-1842), que adoptó el seudónimo de Stendhal a su paso, acompañando a las tropas napoleónicas, por la aldea alemana del mismo nombre. Huérfano de madre a los siete años, se crió con su padre y una tía pero, como en su Grenoble natal se aburría, se instaló muy joven en París, donde, gracias a una influencia, logró empleo como agente ministerial y luego diploma de subteniente.
Poseía una personalidad abúlica, muy en consonancia con el incipiente espíritu romántico. Como muestra de ello, baste señalar que el día en que tenía su examen de ingreso en el Politécnico parisino permaneció tumbado en su cama inmóvil.
Tras una primera estancia en Italia, dimite del ejército y regresa a París, donde lleva una desenfrenada vida de amantes y teatro. Pronto se queda sin dinero y, tras una aventura sentimental en Marsella, reingresa en el ejército. Durante ocho años recorre Europa acompañando a las huestes napoleónicas. Curiosamente, en esta época aprende alemán para leer a Kant y Fichte y así poder despreciarlos con conocimiento de causa.
Más tarde, residirá ocho años en su idolatrada Italia, manteniendo unos extraños amoríos con Matilde Dembowski, hasta que es expulsado del país acusado de espionaje a favor de los independentistas.
Más tarde, residirá ocho años en su idolatrada Italia, manteniendo unos extraños amoríos con Matilde Dembowski, hasta que es expulsado del país acusado de espionaje a favor de los independentistas.
Duomo de Milán, ciudad que fascinó a Stendhal
Retornado a París, en 1830 la nueva monarquía de Luis Felipe de Orleáns le nombra cónsul en Trieste pero es vetado por los austriacos a causa de su fama de bonapartista y liberal. Se le envía entonces a Civitavecchia, donde se aburre soberanamente y, para evitarlo, se escapa con frecuencia a Florencia, Nápoles o Milán para deleitarse con alguna dama o, más habitualmente, para copiar manuscritos clásicos en sus magníficos archivos.
Finalmente, cansado, regresa a París, donde, tras un ataque de apoplejía muere en 1842. Esta fue la agitada vida de un hombre que adoró Italia, hasta el punto de convertirse en uno de sus más ardientes patriotas y en un erudito acerca de su arte, sobre el que publicó muchas obras. Aún hoy se llama ‘Síndrome de Stendhal’ al aturdimiento que sufre el turista tras visitar los monumentos del país.
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