Fantasmas de Rincón, por MARGARET RANDALL
En Vietnam los llaman fantasmas de rincón, imágenes-recuerdos que se niegan a desaparecer. Phuc está sentado frente a mí en su comedor. Cuando bajo la mirada, veo nuestros reflejos en el grueso cristal. Sus labios son carnosos, expresivos, de un color púrpura oscuro. Su apartamento, en el enorme edificio con forma de ala llamado Focsa –en el elegante distrito de El Vedado, en La Habana– es cómodo con sus muchas capas de historia: carácter práctico vietnamita sobre recuperación revolucionaria cubana sobre era de opulencia batistiana. Tres veces por semana presiono El disonante timbre y me hace pasar con su sonrisa profundamente conmovedora.
Nos sentamos a la mesa de cristal y comenzamos a conversar, asegurándose de que le corrijo los errores de sintaxis y pronunciación. Los pronombres son lo que más difícil le resulta. Phuc dirige La voz de Vietnam, programa de onda corta en lengua inglesa que se transmite varias veces al día por Radio Habana Cuba. Los cubanos dan a los norvietnamitas –todavía existen Vietnam del Norte y del Sur– segmentos repetidos de veinte minutos para hacer con ellos lo que deseen. Lo que desean es llegar a sus aliados en los Estados Unidos que luchan, como ellos, por poner fin a esta terrible guerra.
Voluntarios estadunidenses del personal de Radio Habana leen los guiones. Phuc desea mejorar su inglés. De las docenas que ofrecieron SUS servicios, me escogió a mí. Mi inglés parece muy similar, dice, al que hablan muchos de los prisioneros de guerra estadunidenses: inglés de la calle, nada demasiado académico o refinado. Lo tomo como elogio. Todavía no he viajado a Vietnam. Cuando le pregunto a Phuc sobre su familia, habla con cuidado. Una hija y un hijo que han sacado de Hanoi para mayor seguridad. Una esposa que es química sigue en la ciudad porque es también responsable de una batería antiaérea. Al terminar una de las lecciones, me traza un mapa en el cuaderno en que apunta su lista de palabras nuevas: Esta es nuestra cuadra. Anoche lãs bombas destruyeron los edificios de este lado de la calle. Este es nuestro
edificio. Todavía en pie. Su sonrisa callada. Ojos en los que quisiera entrar a gatas, acurrucarme, habitar en su seguridad donde tal vez pudiera ser posible calmar los fuertes latidos de mi corazón.
Un día Phuc me llama para decirme que no podré darle clases por unos días. Está hospitalizado. Los médicos no están seguros de lo que tiene. Cuando lo visito, parece sorprendido. No sé si hice bien em venir. Parece importarle mucho preservar su intimidad. ¿O es solo la costumbre de no llamar la atención
hacia sí como individuo con necesidades individuales?
La guerra, el pueblo, la lucha: eso es más que la vida. Con tantos muertos, la salud de un hombre difícilmente sea una preocupación, aunque Phuc siempre trata de acercarse a mi cultura, útil, a su entender, para comprender al enemigo. No que me considere un enemigo. Nunca se cansa de asegurarme que los vietnamitas distinguen entre mi gobierno y mi pueblo. Y siempre aplaude nuestros esfuerzos por poner fin a la guerra. Esto es algo que me parece embarazoso cuando lo comparo con lo que hacemos sufrir a su pueblo. Cada uno en nuestro frente, me recuerda Phuc.
Cuando recibí una invitación de la Unión de Mujeres Norvietnamitas, apenas pude creer mi buena suerte. Tendré la oportunidad de tocar ese suelo que una sucesión de gobiernos estadunidenses há mutilado, envenenado, hecho improductivo para un futuro de años. Podré conversar con mujeres y hombres vietnamitas, escuchar sus historias, probar fragmentos de su cultura milenaria, abrir uma ventanita a sus vidas, aprender algo de cómo se las arreglan. Sus vidas con y sin mis compatriotas, que aún invaden, aún asesinan, aún mutilan. Estoy ansiosa e impaciente a un tiempo. Todavía no sé de los fantasmas de rincón.
La guerra de los Estados Unidos en Vietnam es parte de quién soy. Su furia torcida ha dado forma a una porción tan grande de mi vida consciente. La mía es la generación de Vietnam por antonomásia (y nosotros, en los Estados Unidos, todavía la llamamos la Guerra de Vietnam). Mis amigos evadieron el reclutamiento, algunos tomando un verdadero ramillete de drogas, sin bañarse ni dormir días antes de la fecha en que debían presentarse a la junta. Es preferible la locura a verse obligado a matar o arriesgarse a morir. Otros huyeron a Canadá o a Suecia. Algunos escogieron la cárcel. Luego encontraria a otros más que fueron, sobrevivieron y regresaron cambiados para siempre.
Treinta años después yo misma regresaré a Vietnam –ahora unidos el Norte y el Sur– en compañía, entre otros, de un veterano de Vietnam estadunidense que no se resistió, que no protestó por la guerra.
Parece haber hecho las paces con ese capítulo lejano de su vida. Su esposa todavía toma la posición del patriota, todavía justifica a los Estados Unidos, todavía habla con orgullo del sacrificio del soldado estadunidense y con desprecio de esos Viet Cong que cavaron miles de millas de túneles en Cu Chi. Su esposo solo sonríe, transportado, silencioso.
En 1974 estoy ansiosa por ver por mí misma. Volaré a París, luego a Moscú, Rangún, Tashkent, Vientiane, Hanoi. Viajaré por la Carretera Uno a Quang Tri, la zona liberada justo debajo del Paralelo 17.
Me inclinaré mucho para entrar en los túneles costeros en que se esconden los campesinos y SUS búfalos de agua, donde los niños que pasaron sus primeros años bajo tierra salen, no acostumbrados a la luz y temerosos del color rojo. Visitaré a jóvenes en aldeas pescadoras con una educación primaria que les dificulta dominar las matemáticas que necesitan para comandar baterías antiaéreas, pero de todos modos comandan baterías antiaéreas, y a médicos que cuidan a víctimas del Agente Naranja.
Un día, en un ferry que usé para cruzar un río con el puente destruido, reconstruido y vuelto a destruir, contemplo el rostro de una joven campesina que le pregunta a mi guía de dónde soy. Cuando mi guía pronuncia la palabra que significa los Estados Unidos, veo el odio más fiero y más raudo que jamás he visto en ojos ajenos, seguido por una sonrisa sincera y la tradicional bienvenida a Vietnam.
Los fantasmas de rincón se mueven entre nosotros, apretados en ese ferry que se abre paso de un lado a otro del río. Pero todo esto se encuentra todavía en mi futuro. Ahora estoy sentada frente a Phuc, contándole lo excitada que estoy porque pronto visitaré su país amado y preguntándole –en el inglés que deseo que aprenda tan bien– qué podría llevar de regalo a mis anfitriones vietnamitas. Nada, me asegura, nos agrada tanto que sea nuestra invitada. Y por mucho que insisto, durante esta lección y varias futuras, no puedo hacer que cambie esa respuesta de estudiante a maestro.
Por último, días antes de mi viaje, insisto una vez más. Sabes, digo, aunque me digas o no, llevaré
algo. Si no me das una idea, puede que lleve algo que no les guste o no quieran. Por favor, Phuc. Le estoy rogando.
Los ojos de Phuc se hacen nostálgicos. En el distrito vietnamita de París, comienza, hay uma tiendecita… Usa una hoja de su libreta de ortografía, una vez más, para dibujarme un diagrama de la parada del metro, la calle, el mercado de las minorías étnicas.
La salsa de pescado, explica, es muy importante para los vietnamitas. No hay comida que esté bien sin ella. La mejor salsa de pescado procede de una islita junto a la costa ocupada en estos momentos por los sudvietnamitas. Por esa causa, la salsa de pescado se ha hecho muy difícil de conseguir. Si pudiera ir a esa tienda, es propiedad de sudvietnamitas –su reticencia había desaparecido de repente–.
Compre una o dos botellas… Sus ojos se animan, la boca parece a punto de hacérsele agua. Encantada de tener esta información privilegiada, le digo que iré a la tienda, compraré la salsa y seré feliz llevándola como regalo. Phuc me advierte que es muy fuerte. Parece respirar su acritud cuando habla. Si la transfiere a una botella plástica, aconseja, es menos probable que se rompa o se bote en El camino. Si se saliera en vuelo –comprendo que se trata de una broma, lo más difícil cuando se está aprendiendo un idioma– ¡aterrizarían enseguida y la sacarían del avión!
Los verbos y sus tiempos. Los pronombres. Las cláusulas condicionales. No volví a ver a ver a Phuc antes del viaje. En París me encaminé enseguida a la tienda de especialidades vietnamitas y encontré sin problemas la salsa de pescado que llevaba el nombre que leí de la página de la libreta de inglés de Phuc. Cambié de botella el contenido. Tomé la precaución adicional de envolver las botellas plásticas en bolsas de plástico y asegurar las bolsas con cordel. Cuando llegué a Hanoi y me reuní com las representantes de la Unión de Mujeres, les ofrecí mi regalo, que un aspecto tan desastrado tenía, orgullosa de haber sabido comprar esta salsa especial cuya adquisición se dificultaba por la ocupación de su tierra por mis compatriotas.
Me lo agradecieron con calidez, dijeron que no debí haberme tomado la molestia. Vietnam cambia mi vida. En formas que no pude haber imaginado. En una escuela en Quang Tri, mujeres con esposos, padres y hermanos en el ejército títere insisten en que la guerra terminará en seis meses. Es octubre de 1974. Les pregunto cómo lo saben. Entramos a escondidas en las barracas de los soldados por las noches, me dicen, e instamos a nuestros hermanos a que no luchen. En las aldeas no encontrarán resistencia, dicen, la gente depondrá las armas. Hablan como si ya esto hubiera ocurrido. Seis meses después ocurre.
Yo lo había dudado. Pero en los meses intermedios el Viet Cong había ido de aldea en aldea y encontrado poca o ninguna oposición. En abril de 1975 los estadunidenses habían sido expulsados. A mi regreso, me es difícil escribir sobre mi experiencia. No sabía entonces que lo mismo les ocurre a los soldados de ambas partes, que la literatura perdurable sobre la guerra surgirá decenios más tarde… cuando el trauma más crudo haya empezado a apagarse y el paso del tiempo haga posible la cicatrización.
Regreso a Cuba y reanudo las clases de inglés a Phuc. En nuestras primeras lecciones después Del viaje guarda un silencio cortés, esperando. Entonces, un día, pregunta tímidamente por qué no le había traído la salsa de pescado de la que le había hecho hablar.
Me sorprendo. Pero te preguntaba qué le llevaba a mis anfitriones, balbuceo. En su afán por asir esos tan esquivos pronombres, de manera concluyente se le pierden el ellos, el él, el los.
Entonces comienza a reír entre dientes, la incredulidad bailándole en el rostro. ¿De veras creíste que nuestros camaradas norvietnamitas no podían conseguir esa salsa de pescado, me pregunta, cuando son capaces de construir millas de túneles subterráneos, de guiar sus bicicletas sobrecargadas por caminos de la selva, de reconstruir un puente bombardeado en una sola noche, de derrotar a la mayor potencia militar de la tierra?
No, era el propio Phuc quien ansiaba esa salsa de pescado. Quien creyó que le preguntaba qué deseaba que le trajera de regalo. Quien había puesto a un lado su propio recato egoísta cuando, agotado por mi insistencia, había dado voz a su deseo y me había apuntado las instrucciones para que llegara a la tienda parisina cuya ubicación conocía de memoria.
Solo había equivocado los pronombres.
Más tarde ese año Phuc regresó a Vietnam. Deseaba escribirme con él, pero me dijo que no se alienta a los miembros del Partido Comunista a escribirse con extranjeros, esperando que yo comprendiera que nuestra amistad era verdadera, más fuerte que esas reglas. Reglas que sé que nunca romperá.
Unos años después me entero de que ha muerto, de repente, del mismo problema cardíaco crónico que lo llevó un tiempo a un hospital de La Habana. Incluso hoy, cuando oigo la palabra fuck, tengo que hacerme recordar que es un improperio, no el nombre de ese hombre al que amo.
Cuba se desvanece. Vietnam, para tantos aquí y allá, se asienta en su propio reajuste histórico. Los puentes son ahora permanentes. Turistas, incluso estadunidenses, desfilan junto al cadáver de Ho Chi Minh, visitan el Museo de Reliquias de Guerra, avanzan con ojos soñadores por la bahía de Halong em juncos con anchas velas naranja. La playa China, ya no lugar de descanso y recreación para soldados estadunidenses, está punteada de botes de pesca redondos, parecidos a canastas. Es de nuevo un país, no una guerra. Aquí y allá un número cada vez menor de personas extienden atrás la mano para tocar el dolor.
Pero los fantasmas de los rincones siguen allí. En Kee Tseel. En Vietnam. Y sin duda en Iraq cuando, un día en un futuro que no podemos discernir, nuestros nietos y los suyos se confundan en una calle hoy todavía húmeda de sangre.
Traducción del inglés por María Teresa Ortega Sastriques
Revista Casa de las Américas No. 255 abril-junio/2009 pp. 50-53
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