JORGE LUIS BORGES
El 24 de agosto de 1899, a los ocho meses de
gestación, nace en Buenos Aires Jorge Luis Borges en casa de Isidoro Acevedo,
su abuelo paterno. Es bilingüe desde su infancia y aprenderá a leer en inglés
antes que en castellano por influencia de su abuela materna de origen inglés.
Georgie, como es llamado en casa, tenía apenas seis años cuando dijo a su padre que quería ser escritor. A los siete años escribe en inglés un resumen de la mitología griega; a los ocho, La visera fatal, inspirado en un episodio del Quijote; a los nueve traduce del inglés "El príncipe feliz" de Oscar Wilde.
Georgie, como es llamado en casa, tenía apenas seis años cuando dijo a su padre que quería ser escritor. A los siete años escribe en inglés un resumen de la mitología griega; a los ocho, La visera fatal, inspirado en un episodio del Quijote; a los nueve traduce del inglés "El príncipe feliz" de Oscar Wilde.
En 1914, y debido a su ceguera casi
total, el padre se jubila y decide pasar una temporada con la familia en
Europa. Debido a la guerra, se instalan en Ginebra donde Gerorgie escribirá
algunos poemas en francés mientras estudia el bachillerato (1914-1918). Su
primera publicación registrada es una reseña de tres libros españoles escrita
en francés para ser publicada en un periódico ginebrino. Pronto empezará a publicar
poemas y manifiestos en la prensa literaria de España, donde reside desde 1919
hasta 1921, año en que los Borges regresan a Buenos Aires. El joven poeta
redescubre su ciudad natal, sobre todo los suburbios del Sur, poblados de
compadritos. Empieza a escribir poemas sobre este descubrimiento(1), publicando su primer libro de poemas,
Fervor de Buenos Aires (1923). Instalado definitivamente en su ciudad natal
a partir de 1924, publicará algunas revistas literarias y con dos libros más, Luna
de enfrente e Inquisiciones, establecerá ya en 1925 su reputación de
jefe de la más joven vanguardia.
En los treinta años siguientes, Georgie se transforma en Borges; es decir: en
uno de los más brillantes y más polémicos escritores de nuestra América.
Cansado del ultraísmo (escuela experimental de poesía que se desarrolló a
partir del cubismo y futurismo) que él mismo había traído de España, intenta
fundar un nuevo tipo de regionalismo, enraizado en una perspectiva metafísica
de la realidad. Escribe cuentos y poemas sobre el suburbio porteño, sobre el
tango, sobre fatales peleas de cuchillo ("Hombre de la esquina
rosada" (2),"El Puñal"(3)). Pronto se cansará también de este ismo y
empezará a especular por escrito sobre la narrativa fantástica o mágica, hasta
punto de producir durante dos décadas, 1930-1950, algunas de las más
extraordinarias ficciones de este siglo (4) (Historia universal de la infamia,1935;
Ficciones, 1935-1944; El Aleph, 1949; entre otros).
En 1961 comparte con Samuel Beckett el Premio Formentor otorgado
por el Congreso Internacional de Editores, y que será el comienzo de su
reputación en todo el mundo occidental. Recibirá luego el título de
Commendatore por el gobierno italiano, el de Comandante de la Orden de las
Letras y Artes por el gobierno francés, la Insignia de Caballero de la Orden
del Imperio Británico y el Premio Cervantes, entre otros numerosísimos premios
y títulos.
Una encuesta mundial publicada en 1970 por el Corriere della Sera
revela que Borges obtiene allí más votos como candidato al Premio Nobel que
Solzhenitsyn, a quien la Academia Sueca distinguirá ese año.
El 27 de Marzo de 1983 publica en el diario La Nación de
Buenos Aires el relato "Agosto 25, 1983", en que profetiza su
suicidio para esa fecha exacta. Preguntado tiempo más tarde sobre por qué no se
había suicidado en la fecha anunciada, contesta lisamente: "Por
cobardía". Ese mismo año la Academia sueca otorga el Premio Nobel a
William Golding; uno de los académicos denuncia la mediocridad de la elección.
Todos siguen preguntándose por qué Borges es sistemáticamente soslayado. El
premio a Golding parece dar la razón a los que dudan de que los académicos
suecos sepan realmente leer.
Jorge Luis Borges murió en Ginebra el 14 de junio de 1986.
(adaptado del libro "Ficcionario" de Emir
Rodríguez Monega)
Entre sus obras:
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POESIA
Fervor
de Buenos Aires (1923)
Luna de enfrente (1925) Cuaderno San Martín (1929) Poemas (1923-1943) El hacedor (1960) Para las seis cuerdas (1967) El otro, el mismo (1969) Elogio de la sombra (1969) El oro de los tigres (1972) La rosa profunda (1975) Obra poética (1923-1976) La moneda de hierro (1976) Historia de la noche (1976) La cifra (1981) Los conjurados (1985)
ENSAYOS
Inquisiciones (1925)
El tamaño de mi esperanza (1926) El idioma de los argentinos (1928) Evaristo Carriego (1930) Discusión (1932) Historia de la eternidad (1936) Aspectos de la poesía gauchesca (1950) Otras inquisiciones (1952) El congreso (1971) Libro de sueños (1976)
CUENTOS
El jardín de senderos que se bifurcan
(1941)
Ficciones (1944) El Aleph (1949) La muerte y la brújula (1951) El informe Brodie (1970) El libro de arena (1975) |
No
clasificados
Historia
universal de la infamia (1935)
El libro de los seres imaginarios (1968) Atlas (1985)
EN COLABORACION CON
ADOLFO BIOY CASARES
Seis
problemas para don Isidro Parodi (1942)
Un modelo para la muerte (1946) Dos fantasías memorables (1946) Los orilleros (1955). Guión cinematográfico. El paraíso de los creyentes (1955). Guión cinematográfico. Nuevos cuentos de Bustos Domecq (1977).
CON OTROS AUTORES
Antiguas
literaturas germánicas (México, 1951)
El "Martín Fierro"(1953) Leopoldo Lugones (1955) La hermana Eloísa (1955) Manual de zoología fantástica (México, 1957) Antología de la literatura fantástica (1940) Obras escogidas (1948) Obras completas (1953) Nueva antología personal (1968) Obras completas (1972) Prólogos (1975) Obras completas en colaboración (1979) Textos cautivos (1986), textos publicados en la revista El hogar Borges en revista multicolor (1995): notas, traducciones y reseñas bibliográficas en el diario Crítica. |
Hombre de la
esquina rosada
A Enrique
Amorim
A mi, tan luego,
hablarme del finado Francisco Real. Yo lo conocí, y eso que éstos no eran sus
barrios porque el sabía tallar más bien por el Norte, por esos laos de la
laguna de Guadalupe y la Batería. Arriba de tres veces no lo traté, y ésas en
una misma noche, pero es noche que no se me olvidará, como que en ella vino la
Lujanera porque sí a dormir en mi rancho y Rosendo Juárez dejó, para no volver,
el Arroyo. A ustedes, claro que les falta la debida esperiencia para reconocer
ése nombre, pero Rosendo Juárez el Pegador, era de los que pisaban más fuerte
por Villa Santa Rita. Mozo acreditao para el cuchillo, era uno de los hombres
de don Nicolás Paredes, que era uno de los hombres de Morel. Sabía llegar de lo
más paquete al quilombo, en un oscuro, con las prendas de plata; los hombres y
los perros lo respetaban y las chinas también; nadie inoraba que estaba
debiendo dos muertes; usaba un chambergo alto, de ala finita, sobre la melena
grasíenta; la suerte lo mimaba, como quien dice. Los mozos de la Villa le
copiábamos hasta el modo de escupir. Sin embargo, una noche nos ilustró la
verdadera condicion de Rosendo.
Parece cuento, pero la historia de esa noche rarísima empezó por un
placero insolente de ruedas coloradas, lleno hasta el tope de hombres, que iba
a los barquinazos por esos callejones de barro duro, entre los hornos de
ladrillos y los huecos, y dos de negro, dele guitarriar y aturdir, y el del
pescante que les tiraba un fustazo a los perros sueltos que se le atravesaban
al moro, y un emponchado iba silencioso en el medio, y ése era el Corralero de
tantas mentas, y el hombre iba a peliar y a matar. La noche era una bendición
de tan fresca; dos de ellos iban sobre la capota volcada, como si la soledá
juera un corso. Ese jue el primer sucedido de tantos que hubo, pero recién
después lo supimos. Los muchachos estábamos dende tempraño en el salón de
Julia, que era un galpón de chapas de cinc, entre el camino de Gauna y el
Maldonado. Era un local que usté lo divisaba de lejos, por la luz que mandaba a
la redonda el farol sinvergüenza, y por el barullo también. La Julia, aunque de
humilde color, era de lo más conciente y formal, así que no faltaban
músicantes, güen beberaje y compañeras resistentes pal baile. Pero la Lujanera,
que era la mujer de Rosendo, las sobraba lejos a todas. Se murió, señor, y digo
que hay años en que ni pienso en ella, pero había que verla en sus días, con
esos ojos. Verla, no daba sueño.
La caña, la milonga, el hembraje, una condescendiente mala palabra
de boca de Rosendo, una palmada suya en el montón que yo trataba de sentir como
una amistá: la cosa es que yo estaba lo más feliz. Me tocó una compañera muy
seguidora, que iba como adivinándome la intención. El tango hacía su voluntá
con nosotros y nos arriaba y nos perdía y nos ordenaba y nos volvía a
encontrar. En esa diversion estaban los hombres, lo mismo que en un sueño,
cuando de golpe me pareció crecida la música, y era que ya se entreveraba con
ella la de los guitarreros del coche, cada vez más cercano. Después, la brisa
que la trajo tiró por otro rumbo, y volví a atender a mi cuerpo y al de la
companera y a las conversaciones del baile. Al rato largo llamaron a la puerta
con autoridá, un golpe y una voz. En seguida un silencio general, una pechada
poderosa a la puerta y el hombre estaba adentro. El hombre era parecido a la
voz.
Para nosotros no era todavía Francisco ReaI, pero sí un tipo alto,
fornido, trajeado enteramente de negro, y una chalina de un color como bayo,
echada sobre el hombro. La cara recuerdo que era aindiada, esquinada.
Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me
le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba
el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco
izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró
los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó
agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible.
Siguió como si tal cosa, adelante. Siguió, siempre más alto que cualquiera de
los que iba desapartando, siempre como sin ver. Los primeros -puro italianaje
mirón- se abrieron como abanico, apurados. La cosa no duró. En el montón
siguiente ya estaba el Inglés esperándolo, y antes de sentir en el hombro la
mano del forastero, se le durmió con un planazo que tenía listo. Jue ver ése
planazo y jue venírsele ya todos al humo. El establecimiento tenía más de
muchas varas de fondo, y lo arriaron como un cristo, casi de punta a punta, a
pechadas, a silbidos y a salivazos. Primero le tiraron trompadas, después, al
ver que ni se atajaba los golpes, puras cachetadas a mano abierta o con el
fleco inofensivo de las chalinas, como riéndose de él. También, como
reservándolo pa Rosendo, que no se había movido para eso de la paré del fondo,
en la que hacía espaldas, callado. Pitaba con apuro su cigarrillo, como si ya
entendiera lo que vimos claro después. El Corralero fue empujado hasta él,
firme y ensangrentado, con ése viento de chamuchina pifiadora detrás. Silbando,
chicoteado, escupido, recién habló cuando se enfrentó con Rosendo. Entonces lo
miró y se despejo la cara con el antebrazo y dijo estas cosas:
Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real,
que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me
alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos
bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de
cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que
me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.
Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía
un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga.
Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los
dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del milato ciego que tocaba el violín,
acataba ese rumbo.
En eso, oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la
puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo,
un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse
como encandilado por tanto hembraje y tanta luz, y se descubrió con respeto.
Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio.
¿;Qué le pasaba mientras tanto a Rosendo, que no lo sacaba
pisotiando a ese balaquero? Seguía callado, sin alzarle los ojos. El cigarro no
sé si lo escupió o si se le cayó de la cara. Al fin pudo acertar con unas
palabras, pero tan despacio que a los de la otra punta del salón no nos alcanzo
lo que dijo. Volvió Francisco Real a desafiarlo y él a negarse. Entonces, el
más muchacho de los forasteros silbó. La Lujanera lo miró aborreciéndolo y se
abrió paso con la crencha en la espalda, entre el carreraje y las chinas, y se
jue a su hombre y le metió la mano en el pecho y le sacó el cuchillo desenvainado
y se lo dió con estas palabras:
Rosendo, creo que lo estarás precisando.
A la altura del techo había una especie de ventana alargada que
miraba al arroyo. Con las dos manos recibió Rosendo el cuchillo y lo filió como
si no lo reconociera. Se empinó de golpe hacia atrás y voló el cuchillo derecho
y fue a perderse ajuera, en el Maldonado. Yo sentí como un frio.
De asco no te carneodijo el otro, y alzó, para castigarlo, la
mano. Entonces la Lujanera se le prendió y le echó los brazos al cuello y lo
miró con esos ojos y le dijo con ira:
Dejalo a ése, que nos hizo creer que era un hombre.
Francisco Real se quedó perplejo un espacio y luego la abrazó como
para siempre y les gritó a los musicantes que le metieran tango y milonga y a
los demás de la diversión, que bailaramos. La milonga corrió como un incendio
de punta a punta. Real bailaba muy grave, pero sin ninguna luz, ya pudiéndola.
Llegaron a la puerta y grito:
¡;Vayan abriendo cancha, señores, que la llevo dormida !
Dijo, y salieron sien con sien, como en la marejada del tango, como
si los perdiera el tango.
Debí ponerme colorao de vergüenza. Dí unas vueltitas con alguna
mujer y la planté de golpe. Inventé que era por el calor y por la apretura y
jui orillando la paré hasta salir. Linda la noche, ¿;para quien? A la vuelta
del callejón estaba el placero, con el par de guitarras derechas en el asiento,
como cristianos. Dentre a amargarme de que las descuidaran así, como si ni pa
recoger changangos sirviéramos. Me dió coraje de sentir que no éramos naides.
Un manotón a mi clavel de atrás de la oreja y lo tiré a un charquito y me quedé
un espacio mirándolo, como para no pensar en más nada. Yo hubiera querido estar
de una vez en el día siguiente, yo me quería salir de esa noche. En eso, me
pegaron un codazo que jue casi un alivio. Era Rosendo, que se escurría solo del
barrio.
Vos siempre has de servir de estorbo, pendejo me rezongó al
pasar, no sé si para desahogarse, o ajeno. Agarró el lado más oscuro, el del
Maldonado; no lo volví a ver más.
Me quedé mirando esas cosas de toda la vida cielo hasta decir
basta, el arroyo que se emperraba solo ahí abajo, un caballo dormido, el
callejón de tierra, los hornos y pensé que yo era apenas otro yuyo de esas
orillas, criado entre las flores de sapo y las osamentas. ¿;Que iba a salir de
esa basura sino nosotros, gritones pero blandos para el castigo, boca y
atropellada no más? Sentí después que no, que el barrio cuanto más aporriao,
más obligación de ser guapo.
¿;Basura? La milonga déle loquiar, y déle bochinchar en las casas,
y traía olor a madreselvas el viento. Linda al ñudo la noche. Había de
estrellas como para marearse mirándolas, una encima de otras. Yo forcejiaba por
sentir que a mí no me representaba nada el asunto, pero la cobardía de Rosendo
y el coraje insufrible del forastero no me querían dejar. Hasta de una mujer
para esa noche se había podido aviar el hombre alto. Para esa y para muchas,
pensé, y tal vez para todas, porque la Lujanera era cosa seria. Sabe Dios qué
lado agarraron. Muy lejos no podían estar. A lo mejor ya se estaban empleando
los dos, en cualesquier cuneta.
Cuando alcancé a volver, seguía como si tal cosa el bailongo.
Haciéndome el chiquito, me entreveré en el montón, y vi que alguno
de los nuestros había rajado y que los norteros tangueaban junto con los demás.
Codazos y encontrones no había, pero si recelo y decencia. La música parecia
dormilona, las mujeres que tangueaban con los del Norte, no decían esta boca es
mía.
Yo esperaba algo, pero no lo que sucedió.
Ajuera oimos una mujer que lloraba y después la voz que ya
conocíamos, pero serena, casi demasiado serena, como si ya no juera de alguien,
diciéndole:
Entrá, m'hijay luego otro llanto. Luego la voz como si empezara a
desesperarse.
¡;Abrí te digo, abrí gaucha arrastrada, abrí, perra! se abrió en
eso la puerta tembleque, y entró la Lujanera, sola. Entró mandada, como si
viniera arreándola alguno.
La está mandando un ánima dijo el Inglés.
Un muerto, amigo dijo entonces el Corralero. El rostro era como
de borracho. Entró, y en la cancha que le abrimos todos, como antes, dió unos
pasos marcado alto, sin ver y se fue al suelo de una vez, como poste. Uno de
los que vinieron con él, lo acostó de espaldas y le acomodó el ponchito de
almohada. Esos ausilios lo ensuciaron de sangre. Vimos entonces que traiba una
herida juerte en el pecho; la sangre le encharcaba y ennegrecia un lengue punzó
que antes no le oservé, porque lo tapó la chalina. Para la primera cura, una de
las mujeres trujo caña y unos trapos quemados. El hombre no estaba para
esplicar. La Lujanera lo miraba como perdida, con los brazos colgando. Todos
estaban preguntándose con la cara y ella consiguió hablar. Dijo que luego de
salir con el Corralero, se jueron a un campito, y que en eso cae un desconocido
y lo llama como desesperado a pelear y le infiere esa puñalada y que ella jura
que no sabe quién es y que no es Rosendo. ¿;Ouién le iba a creer?
El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había
temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando
golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dió Ia vuelta redonda
y volvío a mi mano, antes que falleciera. "Tápenme la cara", dijo
despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir
que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el
chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin
queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a
descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más
coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo
supe muerto y sin habla, le perdí el odio.
Para morir no se precisa más que estar vivo dijo una del montón, y
otra, pensativa también:
Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.
Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un
tiempo la repitieron juerte después.
Lo mató la mujer.
Uno le grito en la cara si era ella, y todos la cercaron. Ya me
olvidé que tenía que prudenciar y me les atravesé como luz. De atolondrado,
casi pelo el fiyingo. Sentí que muchos me miraban, para no decir todos. Dije
como con sorna:
Fijensén en las manos de esa mujer. ¿;Que pulso ni que corazón va
a tener para clavar una puñalada?
Añadí, medio desganado de guapo:
¿;Quién iba a soñar que el finao, que asegún dicen, era malo en su
barrio, juera a concluir de una manera tan bruta y en un lugar tan enteramente
muerto como éste, ande no pasa nada, cuando no cae alguno de ajuera para
distrairnos y queda para la escupida después?
El cuero no le pidió biaba a ninguno.
En eso iba creciendo en la soledá un ruido de jinetes. Era la
policía. Quien más, quien menos, todos tendrían su razón para no buscar ese
trato, porque determinaron que lo mejor era traspasar el muerto al arroyo.
Recordarán ustedes aquella ventana alargada por la que pasó en un brillo el
puñal. Por ahí paso después el hombre de negro. Lo levantaron entre muchos y de
cuantos centavos y cuanta zoncera tenía lo aligeraron esas manos y alguno le
hachó un dedo para refalarle el anillo. Aprovechadores, señor, que así se le
animaban a un pobre dijunto indefenso, después que lo arregló otro más hombre.
Un envión y el agua torrentosa y sufrida se lo llevó. Para que no sobrenadara,
no se si le arrancaron las vísceras, porque preferí no mirar. El de bigote gris
no me quitaba los ojos. La Lujanera aprovechó el apuro para salir.
Cuando echaron su vistazo los de la ley, el baile estaba medio
animado. El ciego del violín le sabía sacar unas habaneras de las que ya no se
oyen. Ajuera estaba queriendo clariar. Unos postes de ñandubay sobre una lomada
estaban como sueltos, porque los alambrados finitos no se dejaban divisar tan
temprano.
Yo me fui tranquilo a mi rancho, que estaba a unas tres cuadras.
Ardía en la ventana una lucecita, que se apagó en seguida. De juro que me apure
a llegar, cuando me di cuenta. Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo
corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco, junto al sobaco
izquierdo, y le pegué otra revisada despacio, y estaba como nuevo, inocente, y
no quedaba ni un rastrito de sangre.
El puñal
En un cajón hay
un puñal.
Fue forjado en Toledo, a fines del siglo pasado; Luis Melián Lafinur se lo
dio a mi padre, que lo trajo del Uruguay; Evaristo Carriego lo tuvo alguna vez
en la mano.
Quienes lo ven tienen que jugar un rato con él; se advierte que hace mucho que
lo buscaban; la mano se apresura a apretar la empuñadura que la espera; la hoja
obediente y poderosa juega con precisión en la vaina.
Otra cosa quiere el puñal.
Es más que una estructura hecha de metales; los hombres lo pensaron y lo
formaron para un fin muy preciso; es, de algún modo eterno, el puñal que anoche
mató un hombre en Tacuarembó y los puñales que mataron a César. Quiere matar,
quiere derramar brusca sangre.
En un cajón del escritorio, entre borradores y cartas, interminablemente sueña
el puñal con su sencillo sueño de tigre, y la mano se anima cuando lo rige
porque el metal se anima, el metal que presiente en cada contacto al homicida
para quien lo crearon los hombres.
A veces me da lástima. Tanta dureza, tanta fe, tan apacible o inocente
soberbia, y los años pasan, inútiles.
Fundación mítica de Buenos Aires
¿Y fue por este río de sueñera y de barro
que las proas vinieron a fundarme la patria?
Irían a los tumbos los barquitos pintados
entre los camalotes de la corriente zaina.
Pensando
bien la cosa, supondremos que el río
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
era azulejo entonces como oriundo del cielo
con su estrellita roja para marcar el sitio
en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.
Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
por un mar que tenía cinco lunas de anchura
y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
y de piedras imanes que enloquecen la brújula.
Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
pero son embelecos fraguados en la Boca.
Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.
Una manzana entera pero en mitá del campo
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga.
expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
La manzana pareja que persiste en mi barrio:
Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga.
Un almacén rosado como revés de naipe
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
brilló y en la trastienda conversaron un truco;
el almacén rosado floreció en un compadre,
ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.
El primer organito salvaba el horizonte
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba YRIGOYEN,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
El corralón seguro ya opinaba YRIGOYEN,
algún piano mandaba tangos de Saborido.
Una cigarrería sahumó como una rosa
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
los hombres compartieron un pasado ilusorio.
Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.
A
mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y como el aire.
La juzgo tan eterna como el agua y como el aire.
La Biblioteca Total
El capricho o
imaginación o utopía de la Biblioteca Total incluye ciertos rasgos, que no es
difícil confundir con virtudes. Maravilla, en primer lugar, el mucho tiempo que
tardaron los hombres en pensar esa idea. Ciertos ejemplos que Aristóteles
atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran con claridad, pero su tardío
inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer expositor es Kurd Lasswitz.
(Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig fluyen -cargadamente- casi
venticuatro siglos de Europa.) Sus conexiones son ilustres y múltiples: está
relacionada con el atomismo y con el análisis combinatorio, con la tipografía y
con el azar. En la obra El certamen con la tortuga (Berlín, 1929), el
doctor Theodore Wolff juzga que que es una derivación, o parodia, de la máquina
mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar tipográfico de esa
doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o por Blanqui, por
los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.
El más antiguo de los textos que la vislumbran está en el prier
libro de la Metafísica de Aristóteles. Hablo de aquel pasaje que expone
la cosmogonía de Leucipo: la formación del mundo por la fortuita cojunción de
los átomos. El escitor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son
homogéneos y que sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la
forma. Para ilustrar esas distinciones añade: "A difiere de N por la
forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición." En el tratado De
la generación y corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas
visibles con la simplicidad de los átomos y razona que una tragedia consta de
iguales elementos que una comedia -es decir, de las veinticuatro letras del
alfabeto.
Pasan trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso
diálogo escéptico y lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses.
En el segundo libro, uno de los interlocutores arguye:"No me admiro que
haya alguien que se persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son
arrastrados por la fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de
estos cuerpos el mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto,
tambien podra creer que si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con
las veintiuna letras del alfabeto, pueden resultar estampados los Anales
de Ennio. Ignoro si la casualidad podra hacer que se lea un solo verso."1
La imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados
del siglo XVII, figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios
del siglo XVIII, la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial
sobre las facultades del alma, que es un museo de lugares comunes -como el
futuro Dictionnaire des idées reçues, de Flaubert.
Siglo y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y
refutan a Cicerón. En tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las
metáforas de la polémica son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no
dice que los "caracteres de oro" acabarán por componer un verso
latino, si los arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de
monos, provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas
eternidades todos los libros que contiene el British Museum.2 Lewis Carroll (que es otro de los refutadores) observa
en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica Sylvie and Bruno
-año 1893- que siendo limitado el número de palabras que comprende un idioma,
lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el de sus libros.
"Muy pronto -dice- los literatos no se preguntarán, '¿qué libro
escribiré?', sino '¿cuál libro?' "Lasswitz, animado por Fechner, imagina la
Biblioteca Total. Publica su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.
La idea básica de Lasswitz es la de Carroll, pero los elementos
de su juego son los universales símbolos ortográficos, no las palabras de un
idioma. El número de tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos
suspensivos, guarismos- es reduciso y puede reducirse algo más. El alfabeto
puede renunciar a la cu (que es del todo superflua), a la equis (que es una
abreviatura) y a todas las letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos
del sistema decimal de numeración o reducirse a dos, como en la notación
binaria de Leibniz. Puede limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede
no haber acentos, como en latín. Afuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd
Lasswitz a veinticinco símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el
punto, la coma) cuyas variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable
expresar: en todas las lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una
Biblioteca Total, de tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a
producir mecánicamente esa Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que
eliminaría a la inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore
Wolff expone la ejecución y las dimensiones de esa obra imposible.)
Todo estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa
del porvenir, Los egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que
las aguas de Ganges han reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero
nombre de Roma, la enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y
entresueños en el alba del catorce de agosto de 1934, la demostración del
teorema de Pierre Fermat, los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos
mismos capítulos traducidos al idioma que hablaron los garamantas, las
paradojas que ideó Berkeley acerca del Tiempo y que no publicó, los libros de
hierro de Urizen, las prematuras epifanías de Stephen Dedalus que antes de un
ciclo de mil años nada querrán decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el
cantar que cantaron las sirenas, el catálogo fiel de la Biblioteca, la
demostración de la falacia de ese catálogo. Todo, pero por una línea razonable
o una justa noticia habrá millones de insensatas cacofonías, de fárragos
verbales y de incoherencias. Todo, pero las generaciones de los hombres pueden
pasar sin que los anaqueles vertiginosos -los anaqueles que obliteran el día y
en los que habita el caos- les hayan otorgado una página tolerable.
Uno de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones
horribles. Ha inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al
Infierno, ha imaginado las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los
anormales números transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el
todo), las máscaras, los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el
Padre, el Hijo y el Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo
he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca
contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el encesante albur
de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira.
1 No teniendo a la vista el original, copio la versión española de Menéndez
y Pelayo (Obras completas de Marco Tulio Cicerón, tomo tercero, p.88).
Deussen y Mauthner hablan de una bolsa de letras y no dicen que éstas son de
oro; no es imposible que el "ilustre bibliófago" haya donado el oro y
haya retirado la bolsa.
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