Bob Dylan, premio Nobel de Literatura 2016
La Academia Sueca otorga el galardón al músico
"por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición
americana de la canción"
EL PAIS - CULTURA
Por primera vez en la historia del Nobel de
Literatura, la gente no correrá a las librerías sino a las tiendas de discos.
Cuando la secretaria de la Academia Sueca Sara Danius ha pronunciado el nombre,
han retumbado todos los cimientos. Bob
Dylan (1941, Duluth, Minnesota), premio Nobel de Literatura.
La sorpresa en los mundos de las letras y la música solo puede ser comparable a
la que seguro ha sido una legendaria, hipnótica, imbatible sonrisita pícara del
galardonado al enterarse, perdido
como siempre en su gira interminable alrededor del mundo, al margen del
mito. Era el eterno aspirante, así como un recurrente chiste entre los más
escépticos y, sobre todo, más ortodoxos. ¿Un músico, cuya única obra en prosa
fue un fracaso, cosechando el mayor de los premios literarios? Imposible. Pero
lo imposible –y vivir a contracorriente- es lo que mejor se le ha dado a este
compositor que cambió como nadie el concepto de canción popular en el siglo XX,
añadiendo una particular dimensión poética a la música cantada. Y tan
importante como ese determinante hecho: su influencia, reconocida por los
Beatles, los Rolling Stones, Bruce Springsteen y cualquier icono del rock y el
pop que venga a la cabeza, no ha hecho más que crecer a medida que ha pasado el
tiempo. Ahora, con este premio, y tras haber
recibido antes el Pulitzer o el Premio
Príncipe de Asturias de las Artes, la onda expansiva da para otro siglo.
El bing bang
comenzó a principios de los años sesenta, cuando un Dylan chaval abandonó su
pueblo de Minnesota para trasladarse a Nueva York con el fin de dedicarse a la
música y conocer en persona a su ídolo musical Woody Guthrie. Provisto de una
gorra y una guitarra acústica, incluso inventándose parte de su biografía,
recaló en Greenwich Village, el bohemio barrio de Manhattan poblado de cafés y
clubes donde conoció ya la palabra afilada de los combatientes cantautores Pete
Seeger, Ramblin' Jack Elliott o Dave Van Ronk. Componía a partir del contacto
con ellos pero también de la poesía de los surrealistas franceses,
especialmente de Arthur Rimbaud, y devorando la prensa diaria, que le daba
combustible para esas primeras canciones que cambiaron la cara del folk
norteamericano y le dieron un carácter contestatario sin renunciar al aspecto
poético. Composiciones como Blowin’
in the wind, Masters of War, The Times They Are a Changing, A Hard Rain's a-Gonna
Fall, Mr Tambourine Man o Chimes of Freedom llegaron al corazón
de la generación de los sesenta, donde se fraguó la contracultura. “Venid
senadores, congresistas, por favor oíd la llamada, / y no os quedéis en el
umbral, no bloqueéis la entrada, / porque resultará herido el que se oponga, /
fuera hay una batalla furibunda, / pronto golpeará vuestras ventanas y crujirán
vuestros muros, / porque los tiempos están cambiando”, cantaba en 1964 con su
voz nasal en The Times They Are a Changing, anticipándose al revuelo
social y político de Norteamérica.
Fueron en esos primeros sesenta, en su tránsito
diario de trovador por Greenwich Village, cuando conoció a los poetas beat.
Aquello determinó aún más su visión literaria, a la que impregnó de una fuerza
contracultural más incisiva, repleta de instinto y mordiente. Se relacionaba
con Jack Kerouac, Neal Cassady, William Burroughs, Herbert Huncke, John Clellon
Holmes o Allen Ginsberg, pero aún más importante: había vasos comunicantes.
Dylan se fijaba en ellos, pero ellos veían en él al portavoz generacional,
sorprendiéndose de su capacidad de captar la agitación, la desorientación, los
desamparos y los ideales de aquellos convulsos sesenta. Con sus más de seis
minutos de canción, rompiendo en 1965 el molde de single y reventando el
concepto de radio comercial, Like a Rolling
Stone conquistó el territorio de la ruptura generacional de los sesenta, más que cualquier novela, obra
de teatro o película. Como dijo el poeta estadounidense David Henderson, no se
trataba de una canción, sino de “una epopeya”.
Acababa de empezar la epopeya de Dylan, que
abandonó el folk por el pop, maravillado por el ímpetu desenfadado y juvenil de
los Beatles, los Rolling Stones y toda la tropa británica que desembarcó con un
éxito monumental en EE UU. Con su sonido circense, de folk-blues-rock
acelerado, sin olvidar esas baladas al piano, los álbumes Highway 61
Revisited y Blonde on Blonde elevaron a la música popular a lo más
alto del universo cultural. Allí donde antes había un chaval folkie
lanzando dardos surgía un merodeador que documentaba las emociones de la
extraña realidad.
Según ha declarado con exageración el poeta chileno
Nicanor Parra, solo por tres versos de la canción Tombstone Blues,
incluida en Highway 61 Revisited, se merece el Nobel. Son los versos:
“Mamá está en la fábrica / no tiene zapatos / papá está en el callejón / está
buscando un fusible / yo estoy en las calles /con el blues de Tombstone”. “Es
realismo real, con la fábrica, el callejón y la cocina, donde está el niño solo
con los blues", ha dicho Parra. A decir verdad, son muchos más los versos,
que abren imágenes como ventanas a otros mundos posibles y que se recogen en
esos dos discos esenciales para el desarrollo intelectual del rock. Esas obras,
publicadas entre 1965 y 1966, sirvieron de guía fundamental para los Beatles,
los Beach Boys y toda esa irrepetible generación del pop y el rock que
protagonizó el siglo XX con sus canciones. Y, sin embargo, fue en esos años
cuando, aupado por su propio entusiasmo compositivo y su fama, publicó su única
novela Tarántula, una pifia de literatura experimental muy por debajo de
toda su obra musical. Está claro que el comité del Nobel no ha tenido en cuenta
el aspecto narrativo de Dylan a partir de su único libro, en el que intentó
emular en prosa poética a Kerouac, Burroughs o Ginsberg.
El propio Allen Ginsberg fue el que más defendió su
obra como un legado literario influyente, que a día de hoy se estudia en
algunas universidades y tiene varios ensayos de análisis. De hecho, las
primeras noticias acerca de la candidatura de Dylan al Nobel empezaron a llegar
en 1996 cuando se organizó en Estocolmo un comité de campaña, apoyado por
Ginsberg y Gordon Ball, profesor de la Universidad de Virginia. Ginsberg
afirmaba: "Dylan es uno de los más grandes bardos y juglares
norteamericanos del siglo XX y sus palabras han influido en varias generaciones
de hombres y mujeres de todo el mundo”. Y Ball, por su lado, escribió: “Dylan
ha devuelto la poesía de nuestra época a su transmisión primordial a través del
cuerpo, revivió la tradición de los trovadores”. Un buen ejemplo de todo esto
es un disco como Blood on Tracks. Para explicarse todas las grietas
sentimentales del amor, uno puede leer los relatos De qué hablamos cuando
hablamos de amor de Raymond Carver, pero también puede coger este álbum de
diez composiciones y bucear en sus letras para dar con huellas emocionales que
explican los sinsabores del alma humana.
En las últimas dos décadas, Dylan, como siempre
pero más que nunca, ha huido de su propio mito, como bien demostró en sus
memorias Crónicas, un fabuloso libro lleno de trampas que no tiene
nada de autobiografía al uso y sí mucho de literatura, en ese repaso
desordenado y fascinante a algunos recuerdos de su vida. En este tiempo, no
quiere saber nada de su influencia imponente en la música popular contemporánea
o en las letras norteamericanas. No quiere detenerse ni un segundo en
preguntarse si es tan valioso para la cultura y el arte como Picasso o John
Ford, tal y como no se cansan de decirle. En estas dos últimas décadas, también
muchos detractores le han situado en el ocaso de su carrera, lejos de esos años
dorados de bardo divino. Pero, en todo este tiempo, realmente, el
veterano compositor ha dado frutos conmovedores en discos como Time Out of Mind, Modern Times, Love and Theft
o Tempest.
A partir de una melancolía sonora que bucea en
las raíces del folk, el gospel o el country, ha creado un
universo repleto de símbolos del pasado y evocaciones. La historia
norteamericana llegando hasta nuestros días se despliega a través de postales
ocres, repletas de personajes anónimos que podrían poblar las novelas de Philip
Roth, Richard Ford o Cormac McCarthy en ese retrato espiritual del envés del
sueño americano y del imparable paso del tiempo. “Ningún hombre, ninguna mujer
sabe / la hora en que llegará el sufrimiento / En la oscuridad escucho la
llamada de las aves nocturnas… El sueño es como una muerte temprana”, canta
Dylan con voz arrastrada en Workingman’s Blues #2. “Reúnete conmigo al
final, no te retrases / Tráeme mis botas y zapatos / Puedes rendirte o luchar
lo mejor que puedas en primera línea / Canta un poquito este blues del trabajador”,
dice el estribillo.
Esquivo e imprevisible, Dylan hace historia al
ser el
primer músico que consigue el premio Nobel de Literatura. Ya en 1965,
cuando la prensa norteamericana le calificaba del gran poeta de su tiempo, el
músico decía: “No me llamo poeta porque no me gusta la palabra. Soy un artista
del trapecio”. Durante más de medio siglo, su paso por el trapecio ha sido un
irrepetible ejemplo para otros muchos más artistas y personas de todo el mundo
que reconocen una deuda con sus letras, con su visión del mundo. Bruce
Springsteen dijo una vez: "Si Elvis Presley liberaba tu cuerpo, Bob Dylan
liberaba tu mente". Esa capacidad, al alcance de los mejores creadores, es
esencia misma de la mejor literatura, de la más trascendente y admirable obra
artística.
Bob
Dylan, premio Nobel de Literatura. Han retumbado los cimientos, como esa
guitarra eléctrica, órgano Hammond, baqueta sobre la caja de la batería y voz
punzante acopladas hicieron retumbar el mundo hace más de medio siglo con la
arrolladora Like a Rolling Stone, un torrente literario que no deja
indiferente. Bob Dylan, premio Nobel de Literatura. El secreto está en las
canciones. Allí el trapecista Dylan ha conseguido lo que parecía imposible: que
un músico gane el premio más prestigioso de la literatura mundial. Eso sí, que
nadie espere que, a diferencia del resto, esto le va a cambiar la vida. Dylan
seguirá a lo suyo, en su trapecio, con su sonrisita épica, intentando contarnos
cómo sopla el viento.
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/10/13/actualidad/1476344926_683109.html
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